#35: Mirando la Hierba Crecer
Hace poco me di cuenta de tres cosas: primero, que criar plantas se ha vuelto un hobby muy querido. Sin quererlo y sin buscarlo ver cómo asoman hojas nuevas, como se despliega una planta colgante, o se hincha una suculenta se han vuelto actividades placenteras y relajantes. Segundo, que esta práctica tiene mucho que ver, más de lo que a primera vista pareciera, con la mirada. Todo se trata de contemplarlas un poco cada día y percibir los pequeños y los grandes cambios que te están diciendo que necesitan más o menos agua, que el sol les está dando demasiado, o demasiado poco, que están incómodas en donde las colocaste y tenés que cambiarlas de lugar para que crezcan mejor. Que las plantas bailan y es necesario ayudarlas a moverse para que encuentren su lugar en la casa. Y la tercera constatación: es una forma, también, de lidiar con lo heredado y de continuar una tradición. Mi madre tiene un pulgar verde extraordinario, que siempre contemplé como una parte del pack de diseño de mi madre, que hacen de ella una gran ocupante de espacios, una persona interesada en la disposición de las cosas, en el diseño de los lugares, en la presencia de los detalles, y en generar una sensación de hogar. Mi abuela también lo tenía. En el fondo de su casa en Salta había una parra esplendorosa y un cactus gigantesco, y uno de sus últimos proyectos fue el criar un limonero desde semilla, que luego plantó en el centro de su jardín en la última casa en la que habitó, y que se transformó en un orgulloso arbolito. Por eso, este newsletter está ilustrado con fotos de mis plantas.
A fines de abril vi Stop Making Sense por primera vez, en la versión restaurada en el cine, y fue una experiencia fantástica. Por un lado, por lo increíble de ver a una banda en el pico de sus poderes creativos intentar algo como esto. Por otro, porque es una película, valga la bobería, muy cinematográfica: es increíble la forma en que emplea todos los recursos de la cámara, del montaje y de la iluminación para hacer del recital un espectáculo visual en el cual cada canción tiene su propia identidad, e incluso su propio color. Pero también es un espectáculo narrativo, que cuenta la historia de David Byrne como líder y genio de la banda, desde el momento en que aparece solo en el escenario para tocar “Psycho Killer” (una canción compuesta con Tina Weymouth y Chris Frantz) hasta el momento en que canta “Once In A Lifetime” y la cámara enfoca obsesivamente su cara, su cuerpo y sus tics, en una secuencia de perfecta fusión entre cantante y temática en el que no podés evitar sentir que el desconcierto del narrador es el desconcierto mismo de Byrne frente a la existencia del otro y la obligación de vivir en sociedad.
Y, también, la película cuenta la historia subterránea de la insatisfacción de sus compañeros de banda con la posición tiránica de Byrne, de lo que Talking Heads realmente fue: una banda con cuatro músicos increíbles. Nada mejor que esto que el momento en que tocan “Genius Of Love” de Tom Tom Club y Byrne deja el escenario y la cámara parece perder un poco de interés en su objeto, adoptando un marco más lejano, más precario, más parecido a una banda tocando en vivo que a un espectáculo, como intentando sabotear la potencia de la misma canción, aunque es insaboteable, y al poco tiempo cualquier espectador está igual de capturado por la misma.
Es interesante que una película de concierto pueda capturar a la vez la tesis y la antítesis de lo que hizo a los Talking Heads grandes.
Y, al mismo tiempo, me hizo pensar mucho en la centralidad de los Talking Heads en mi vida. A pesar de que su música es cerebral y nerviosa (¡pero bailable!) mi relación con la banda está cargada de afecto y de recuerdos tiernos. Cuando era chico, a los 8 o 9 años, mis padres me regalaron un pequeño equipo de música con casetera y radio. Ya en esa época era un pibe ansioso al que le costaba dormir por las noches y cuya mente solía deambular hacia las responsabilidades y las angustias. Entonces adopté el equipo de música como un acompañante que me ayudaba a dormir. Ponía un casete, lo dejaba sonando y, arrullado por el sonido, podía dejar de lado los pensamientos intrusivos y dormirme. Mi padre tenía una barbaridad de casetes, que grababa artesanalmente y a los que trataba con un cariño que los volvía objetos de arte. Se sentaba con una pila de revistas Diners, First o Noticias y cortaba tapas a medida con su trincheta, que luego colocaba encima del papelito genérico para escribir los temas que venía con los casetes. Luego cortaba un pequeño pedazo de papel autoadhesivo y lo pegaba en el lomo. Encima de él, escribía el nombre del disco y el artista, de modo tal que se viese cuando estuviesen todos apilados. Uno de los casetes que me llevé a mi pieza y que escuché obsesivamente durante años era el 1977 de Talking Heads. Otros eran Cloud 9 de George Harrison y Flesh + Blood de Roxy Music. Quién sabe que le decían a ese niño, pero recuerdo que la neurosis de los Talking Heads me hacía feliz, me hacía mover la cola (siempre fui de mover la cola para poder dormirme), me parecía una respuesta totalmente apropiada para la vida moderna. La primera biografía de una banda que leí fue de Talking Heads, un libro español con tapa naranja que tenía mi papá (una de las pocas biografías de músicos que, curiosamente, había en una casa en donde se amaba la música) en donde me enteré todo lo que había que saber sobre los conflictos internos que destruyen a todos los grupos (“Bands, those funny little plans that never work quite right”). Fear of Music es probablemente uno de los discos que más escuché en mi vida y cada vez que comienza “I Zimbra” ya sé que estoy por gozar un montón. “This Must Be The Place (Naïve Melody)” ha sido la banda sonora de diversos momentos románticos y no tan románticos con mujeres que quise.
¿Qué quiero decir con esto? No sé. Supongo que qué es lindo que una banda se convierta en parte central de tu vida de una forma un poco subrepticia. Que es lindo, también, que esa banda sea Talking Heads, tan marcada por la consideración de David Byrne como genio excéntrico y asocial, una banda sin sentimientos. Que es lindo, también, darse cuenta que debajo de esa banda late un corazón, aunque en última instancia sea más el propio, entrelazado con ella por la historia personal.
Otra cosa en la que estuve pensando últimamente es en envejecer y hacer carrera en la música. Un poco porque ando escribiendo sobre jovencitos que se enfrentan al desafío de crecer en público, ser muy grandes muy temprano y luego tener que probar que tienen lo que hace falta para permanecer. Pero otro poco también por una serie de encuentros musicales que paso a detallar.
Estuve pensando mucho en “José House”, de Joe Crepúsculo, una de mis canciones favoritas de los últimos años. El Crepus es uno de los artistas más apasionantes, particulares y divertidos de la España contemporánea. Hace años que saca un disco tras otro, con su particular fórmula de pop + electrónica, a la que ha ido agregando algunos toques de flamenco. Todos los discos son buenos, o por lo menos tienen dos o tres canciones lindas. Él parece sacarlos como quien no tiene nada mejor que hacer. Y de vez en cuando la emboca desde media cancha. Ya es increíble que haya hecho un hit inmortal, que sobrevivirá a la guerra nuclear como “Mi Fábrica de Baile”, pero hace un par de años lo hizo de nuevo con “José House”. Lo que me parece increíble de esta canción, más allá de su ritmo machacante e irresistible de discoteca cutre, es su letra, que está compuesta de cuatro frases:
Me llamo José House
Y bailo como un ángel
Me llamo José House
Y he salido de la cárcel
Una letra minimalista que, sin embargo, conjura toda una historia: José House, tatuado y viejo yonqui o dealer de boliche, apresado por vaya uno a saber que iniquidad, vuelve a las pistas de la noche a intentar poner en práctica sus pasos prohibidos y se encuentra con el escarnio y el ridículo. Conjura imágenes de gente dura charlando sin escuchar al otro, de locales oscuros donde los cuerpos se tropiezan, de humo de cigarrillo y pantalones vaqueros. José House es el viejo ridículo que sigue yendo al chiringuito a bailar sobre las mesas a pesar de que esté pasando vergüenza. Es un microcuento perfecto. Particularmente, cuando el Crepus modifica la letra y canta “Me llaman José House / A veces José Caos / y dicen que bailo como un ángel”: imposible no imaginar que una noche de exceso, locura y caos fue lo que terminó mandándolo a prisión.
Pero también pienso en una de mis canciones favoritas del 2024, “Von dutch” de Charli XCX, otra gloriosamente directa canción pensada para generar adrenalina. Me gustan las canciones sencillas cuyo único objetivo es ser bailadas o headbangeadas, que te dan un subidón de azúcar de solo escucharlas. Hace un par de semanas salí de una fiesta y me senté en el subte y enfrente mío se sentaron unos jóvenes y de pronto los escucho hablar de Charli y yo me entusiasmo y me pongo todo contento y les digo que “Von dutch” me encanta y es una de mis canciones del año, pero ellos me contestan que ya no les gusta tanto Charli porque abandonó su época PC Music, que Crash fue una decepción porque se puso demasiado diva y demasiado pop. Mientras tanto, yo intento argumentar que es otro de los trajes y personas que Charli adoptó a lo largo de su carrera, y que está muy bien que haya querido ser una diva de los 80s por un tiempo. Pero el subte llega a su destino y no nos ponemos de acuerdo.
ADDENDA UN PAR DE SEMANAS MÁS TARDE: Habiendo salido ya Brat y habiéndolo escuchado intensamente en las últimas semanas puedo confirmar que es uno de los discos del año. No es una opinión muy original, ya que un montón de personas se han deslumbrado ante él. Hay un montón de cosas que hace bien y las voy a presentar en forma de lista:
1) Es un disco totalmente sintético, en donde no hay ni un sonido producido por un instrumento que no sea electrónico. O sea, no hay guitarras, no hay bajos, no hay otra batería que no sea una máquina de ritmos.
2) Como corolario de eso, es un disco RUIDOSO Y MANIJA. Me hace pensar que Charli, quien colaboró mucho con SOPHIE, finalmente se llevó esta declaración de la productora al corazón y decidió hacerle honor:
3) Pero, a la vez, es sumamente íntimo y sensible, con una honestidad brutal. Es un disco de música de boliche para pensar la adultez y eso me parece un triunfo total. La fama, las amistades (el tema que le dedica a SOPHIE y que habla de su miedo a no ser lo suficientemente cool para ella y que eso la llevó a alejarla y que luego cuando murió se arrepintió para siempre de no haber pasado más tiempo con ella es extraordinario), la maternidad, la necesidad de caer bien y el enojo con uno mismo por ello… Hay un montón de temas absolutamente descarnados. Había mostrado algo de esto en how i’m feeling now, pero acá está mucho más logrado porque es el concepto, y logra que todas esas inseguridades lleguen envueltas en unas decisiones estéticas que no son las esperadas para lidiar con estos sentimientos.
4) Porque, a la vez, es un disco que se vincula con la tradición de una forma fascinante. En general, cuando un artista contemporáneo siente la necesidad de “volver a las raíces”, “rendir homenaje” y “mostrarse real” vuelve de alguna forma al rock. El rock tiene la marca de lo tradicional y lo auténtico. Pero Charli obvia toda esta tradición, que nunca le interesó, y dialoga con la historia de la música electrónica, y mezcla PC Music, electroclash, UK garage, house y mil ritmos más. Es una obviedad lo que voy a decir, pero eso simplemente demuestra que hay muchas más tradiciones en la música que la más obvia, y lo vuelve al disco denso, preocupado con los precursores de una forma completamente diferente a la que estamos acostumbrados.
Y todo eso con un puñado de canciones que, primero y principal, están diseñadas para hacerte sentir cosas: ya sea tristeza o entusiasmo o ganas de bailar o de aniquilar a tus enemigos. Es un disco de canciones musicalmente DIVERTIDAS. Una alquimia hermosa. Nada, lo dicho, uno de los discos del año.
Y también pienso en Justice, que han perfeccionado con Hyperdrama el estilo house AOR que ya venían desarrollando en Woman, y lograron una cosa que al menos a mí me gusta mucho que es haberse convertido en viejos hombres de estado de la música tecno, hay algo un poco atemporal y anacrónico en su música, como si estuviesen intentando cruzar las divas disco con el hair metal de los 80s, todo filtrado con su sonido french house/electroclash, que ya es en si mismo un anacronismo, resultando en una concatenación de referencias que están siempre un poco atrasadas pero al mismo tiempo producen algo nuevo.
Y también pienso en Idles y en la dificultad de envejecer en un género tan asociado con la exuberancia energética de la juventud como el hardcore. Y como lo han hecho tan bien en TANGK, extraordinario y onomatopéyico título, un disco mucho más meditabundo, en donde no hay casi gritos, pero si hay algunas canciones bien rockeras como “Gift Horse” y “Hall & Oates”, y el piano comienza a tener un protagonismo mucho más fuerte, y en el cual logran convertirse en una banda de estadio fundamentalmente volviéndose más reflexivos, menos inmediatos, pero igualmente intensos, solo que con la intensidad de un suspiro más que con la de un grito. Mi canción favorita es “Roy”, que es básicamente una power ballad de amor con la frase magnífica: “I’m sorry for the things that I said, I danced 'til my feet bled”. Me encanta la idea de alguien cometiendo un error e intentando olvidarlo mediante el baile, que es una de las formas del agotamiento físico, del abandono de la cáscara mortal de la neurosis por la conciencia de cada uno de los músculos.
Y pienso en que no termino de conectar ni de entender del todo a Por cesárea, el último disco de Dillom. Luego de producir POST MORTEM, una de las obras maestras de la música pop argentina de las últimas décadas, Dillom se puso dark y, siento que se dejó engullir un poco por la necesidad de hacer una obra seria. Es un poco su Pinkerton. También me pregunto que le suma a un pibe genial en la cima de sus poderes invitar al viejo meadísimo de Calamaro a cantar una canción o llevar a un colaborador de Chantaolalla a hacerle las cuerdas y, también, la sola idea de que meterle cuerdas a un disco te vuelve más artísticamente serio. Un amigo me dice “Calamaro sigue haciendo lo que quiere y rockeandola a los cincuenta años, es un iconoclasta, debería gustarte”. Pero no puedo evitarlo: siempre me pareció un pésimo compositor y un tonto.
Estuve leyendo sobre el disco y resulta que el concepto es que es un Dillom de Tierra 2 que tomó todas las peores decisiones de su vida. Cuenta una historia de decadencia y angustia que termina llevando a su protagonista a un intento de suicidio. Entonces ¿por qué me parece mucho menos sólido y redondo que POST MORTEM? Suena como un montón de ideas interesantes a las que le falta un golpe de horno. Tiene temas re lindos (“Cirugía”, “La Novia de mi Amigo”, “Buenos Tiempos”) pero qué se yo. Me parece que Dillom se dejó tentar un poco por “todo el tema del prestigio”. Me gustaba más cuando parecía un dibujito animado que cuando se quiso hacer el maduro. Pero le salió bien en términos de crítica y en términos de lo que se espera que haga un artista en su posición para acumular capital simbólico. Ahí están todos diciendo que es un mejor disco que el primero (no lo es).
Y pienso también en Metronomy, un proyecto que en realidad es Joseph Mounts, quien canta, toca la guitarra, toca los teclados y lo comenzó en su habitación. Y me doy cuenta que Metronomy, con constancia y un perfil relativamente bajo, hace una década y media están sacando discos muy buenos, todos marcados por su sonido tan particular, como si fuesen la banda más indie de baile, con esa electrónica hecha de chirridos y de cajas de ritmo medio nerds, con esos toques de krautrock cancionero, con esas baladas ñoñas. A veces parecen estar intentando actualizar el sonido de California en los 1970s para un público más afecto a los sonidos sintéticos. A veces te sacan un tema medio post punk suave y nervioso (uno de mis temas favoritos del año pasado). A veces te sacan un EP con un homenaje al hip hop old school de juguete, y un montón de remixes re interesantes que hacen sonar la canción de maneras muy diferentes. Cada día que paso me descubro un poco más fanático de ellos, con ganas de revisar su discografía, y de descubrir más canciones alegretristes hechas por un tipo barbudo que está en el exacto punto intermedio entre ser un nerd sin solución y hacer a la gente bailar (promoción válida para Hot Chip también).
Y el otro día fui a ver The Gories y la pasé excelente. Suenan espectacularmente bien, lo cual, en cierto modo, es esperable: siempre fueron una banda de canciones muy sencillas, primitiva, dos guitarras y una batería a lo Moe Tucker, garage rock del más primal. Entonces, más grandes, su sonido no se ha complejizado, sino que se ha pulido hasta ser un diamante afilado con el cual romperte la cabeza. Los vi haciendo solos de tres acordes, hermosos, y me hicieron pensar que todos los acordes complicados están de más. También se ven de puta madre para ser dos hombres y una mujer que se aproximan a los sesenta años.
Y me hizo pensar en dos cosas: por un lado, en qué que linda es la escena del garage rock. Quizás esto es una visión romantizada de la misma, pero me parece que es una escena compuesta mayoritariamente por lifers (mientras, que por ejemplo, uno tiene la sensación de que todos los hippies son hijos de ricos), sostenida en una enorme solidaridad internacional. También, estéticamente, me parece fascinante: siento que hay una performatividad de masculinidad que en el fondo es un poco paródica, y me gusta ver que hay muchas mujeres que han adoptado el estilo de vida con tanta pasión como los hombres. En ciertas maneras (y quizás acá estoy diciendo una barrabasada) me hace acordar al metal: escenas de personas muy muy rockeras pero que, en última instancia, están desprovistas del componente intelectual o de la edginess, de la necesidad de mostrarse muy cool y muy vanguardista, de otras escenas musicales contemporáneas. Gente feliz y amistosa que simplemente quiere escuchar y vivir un género de la forma más auténtica posible, pero con una autenticidad que se acerca más al arte folk, a la transmisión de tradiciones y la construcción colectiva que a la competencia por apropiarse del capital simbólico de lo cool. No me parece una mala manera de envejecer.