Hola, amigues, ¡bienvenidos a la novena entrega de El Evangelio del Coyote, un newsletter sobre arte, política y basura! En esta ocasión: The Deuce, la magnífica serie de David Simon, George Pelecanos y compañía, como una excusa para hablar de pornografía; y el Snyder Cut de Justice League, otra creación artística signada por el exceso y los extremos. ¡Vamos allá!
Dedos metálicos en mi cuerpo
Esta semana me senté a ver la tercera temporada de The Deuce, la serie de David Simon, George Pelecanos y gran equipo que trata sobre el ascenso y la caída de Times Square y el centro de Nueva York como meca del porno y la mugre. No sé por qué me tomé mi tiempo en terminarla, aunque intuyo que puede ser porque a veces, frente a una obra extraordinaria, uno quiere guardar un poco para que no se termine. La serie, como casi todo lo que hace Simon y su equipo, es increíble, una exploración coral con profundos ribetes sociológicos (nivel The Wire) acerca de un momento y lugar histórico que desapareció para siempre, con un cast de actores maravilloso y un arco narrativo que pasa de lo peligroso pero excitante a lo elegíaco. La serie traza la evolución del negocio del sexo en Nueva York: de las prostitutas manejadas por pimps peligrosos y psicopáticos de principios de los 1970s, pasando por el nacimiento de las películas porno, la creación de los cubículos para masturbarse, los shows en vivo de sexo, la llegada del VHS y la masificación del porno para terminar convertido en una industria multimillonaria. De algún modo, es una perfecta continuación no oficial a Mad Men: comienza donde esta termina, y continúa la historia de ese gran personaje que es Nueva York, solo que lejos de los penthouses, al nivel de la mugre terrestre.
Lo fascinante es la obsesión de sus creadores con la sociedad como un conjunto de tensiones y juegos de poder, que se encarnan en distintos personajes. Es increíble lo mucho que Simon y su equipo quieren a todos estos personajes. Así, por ejemplo, la serie muestra como los pimps, esas figuras de poder y temor, terminan convirtiéndose en vestigios rápidamente descartados y olvidados cuando un juego mejor, más lucrativo, llega al pueblo. Lo cual está directamente vinculado a la segunda obsesión de la serie (y de Simon como autor): el dinero. La incesante circulación del mismo que convierte todo en una mercancía ofrecida al mejor postor, y la manera en que el dinero infecta y moviliza a la sociedad norteamericana y al mundo. Lo que The Wire hacía con la droga, aquí lo hace con la segunda gran industria contemporánea del placer: el sexo. De hecho, hay un cambio tonal fundamental a medida que avanza la serie: la primera temporada es una temporada en la cual The Deuce [el apodo para el Times Square de los 1970s] es peligroso, sucio, donde la violencia siempre está a la vuelta de la esquina, pero a la vez en ese lugar hay algo que está naciendo y construyéndose, por lo tanto, hay excitación y una idea del futuro. La tercera temporada, marcada en partes iguales por el triunfo de los reformadores que convirtieron al Downtown en una atracción turística sin alma y por la crisis del VIH, tiene un tono de fin de era y una tristeza tan profunda que nos lleva a preguntarnos si acaso ese mundo sucio y peligroso era siniestro, pero no necesariamente peor que el set de cine al que han reducido a una de las ciudades más carismáticas del mundo.
Al enfocarse en este tema, Simon y equipo hacen algo de lo cual The Wire carecía: le dan vida a una plétora de personajes femeninos complejos, diversos, inteligentes y llenos de recursos. Las trayectorias de vida de las prostitutas y actrices porno que aparecen en la serie son enormemente diversas: desde Candy Reese (la GENIA TOTAL de Maggie Gyllenhaal), que logra convertir su trabajo sexual en una forma de expresión artística, hasta prostitutas que mueren asesinadas por un cliente. En el medio hay mujeres que logran escapar del negocio, mujeres que mueren por su adicción, mujeres que se convierten en activistas anti-porno, mujeres que intentan volver a su pueblo natal sin éxito, mujeres que se vuelven estrellas porno. Como toda serie de Simon, escapa de la simplificación como de la peste. Lo cual se agradece, porque tratar un tema como la pornografía y el mundo del trabajo sexual de manera simplista, o caricaturizada, o convirtiendo el lado del argumento con el que no estás de acuerdo en un hombre de paja no ayuda a nadie.
La realidad es que hace varias semanas que vengo pensando en escribir algo sobre la pornografía, y siempre es un tema que es muy difícil de tratar y de poner en palabras. En particular siendo un hombre cis heterosexual, la audiencia ideal para el tipo de imágenes que produce el porno mainstream. Soy un ávido consumidor de pornografía. La trato como cualquier otra producción cultural que me gusta. La guardo, la organizo, tengo mis actrices favoritas (en estos momentos: Angela White, Payton Preslee, Carmela Clutch, La Sirena) y actores favoritos (Manuel Ferrara, siempre Manuel Ferrara: primero por el nivel de conexión que logra con sus partenaires, segundo porque es un intenso y un pervertido, tercero porque es un otaku nerd que streamea en Twitch). Si bien mis gustos son, en parte, extremadamente pakis y tradicionales, la pornografía también me ayudó a descubrir algunos de mis kinks. Y, además, lo que valoro en una buena escena porno es aquello que en The Deuce, y en muchas teorizaciones feministas, aparece como elusivo y hasta antagónico con la industria: la conexión real entre los actores y actrices, el momento en que algo del placer verdadero y del deseo verdadero se filtra y se plasma en la pantalla. Y creo que lo encuentro en el porno que consumo, no en todo, pero si en parte del mismo, y no veo precisamente porno feminista. Es por ello que mi actriz favorita, y no solo actriz favorita, sino persona admirada en todos los aspectos en que es posible admirar a una artista, es Angela White, quién en esta gran entrevista dice cosas como la siguiente:
Mis mejores días en el set son aquellos en los que tengo una experiencia sexual increíble y aprendo algo nuevo sobre mí misma. Crezco en mis escenas: como performer, directora y, lo que es más importante, como ser. Mis peores días son aquellos en los que me aburro. Siento que puedo generar química con cualquiera que esté presente y dispuesto a conectar conmigo. Pero si mi compañere no está presente durante una escena siento que estamos perdiendo nuestro tiempo. El aburrimiento puede parecer no ser la gran cosa, pero es desmoralizante sentirse aburrido haciendo la cosa que más amás.
Hablar de pornografía también es difícil por la complicada relación que el movimiento feminista ha tenido con la industria. Luego de un momento de liberación sexual entre finales de los 1960s y mitades de los 1970s, que se plasmó particularmente en libros como Our Bodies, Ourselves, el movimiento feminista en sus corrientes mayoritarias en los años 1980s demonizó y condenó a la pornografía y el trabajo sexual. La obra de autoras como Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon propuso que toda pornografía era explotación, que toda pornografía era degradante para la mujer, y que la inmensa mayoría de las mujeres que pasaban por la maquinaria de la industria terminaban degradadas y dañadas. Esto es algo de lo cual se hace eco The Deuce, en una escena crucial en la cual Candy confronta a Dworkin y termina con muchas más dudas que certezas. Es un testimonio de la riqueza y la multidimensionalidad de la serie que Dworkin nunca sea presentada como una caricatura, sino que presenta cuestiones muy atendibles, aunque de una forma sumamente violenta.
Sin embargo, la posición anti pornografía siempre me hizo ruido. En primer lugar porque siento que es una forma de ser policía del deseo ajeno y de lo que puede llegar a calentar a alguien (muy en la línea del twit de Mercedes Morán de la semana pasada); en segundo lugar porque no puedo evitar sentir que hay algo sensual y atendible en la estética de la pornografía, que condenar a toda la pornografía es un absurdo, porque la pornografía cambió y sigue cambiando con el tiempo, e incorporó diversas visiones, cuerpos y prácticas, y que es una tarea tan válida para los estudios culturales analizarla como una actividad creativa tan diversa como la música pop o el cine de autor. Es verdad que la pornografía no es ni educación sexual ni una representación verídica de lo que sucede en el sexo. El porno es un género cinematográfico con sus reglas, y una fantasía, y como tal debería ser entendida si queremos tener un diálogo saludable con el mismo. Pero ciertas formas de pornografía si nos ponen en contacto con prácticas que quizás ignorábamos y que pueden gustarnos y quizás podemos poner en práctica con una pareja dentro de un marco de, por supuesto, absoluto consenso entre adultos. Y, finalmente, como un hedonista, no puedo menos que estar en contra de cualquier tipo de teorización que busca hacer del sexo un pánico moral. El estigma de hablar de pornografía y de practicar pornografía no tiene solamente que ver con las prácticas injustas de la industria (que, por otro lado: que industria no tiene, que forma de ganarnos el pan no tiene) sino con la condena moral que rodea a poner tu sexualidad al servicio del trabajo, y también a ser abiertos y transparentes con nuestros kinks y nuestras perversiones.
En los 1990s esta visión monolítica comenzó a ser cuestionada a través de la obra de teóricas como Linda Williams, quién en Hard Core: Power, Pleasure and the ‘Frenzy of the Visible’ realizó el primer estudio académico que se aproximaba al género no como algo a ser condenado sino como una industria y una estética que tenía bastante para decirnos acerca del deseo y de nuestra relación con el mismo mediada por las imágenes.
Esto me lleva a The Feminist Porn Book, el libro que estuve leyendo las últimas semanas, editado por Tristan Taormino, Celine Parreñas Shimizu, Constance Penley y Mireille Miller-Young. Es una colección de ensayos grandiosa que reúne desde textos teóricos hasta testimonios en primera persona de actores y actrices con las más diversas identidades de género y orientaciones sexuales. Hay un capítulo excelente de Constance Penley que sirve como una especie de introducción y guía de lecturas para quienes quieran meterse en el mundo de los porn studies; hay capítulos testimoniales de Candida Royale y Nina Hartley acerca del uso del porno como herramienta pedagógica que son simultáneamente muy divertidos y una testimonios históricos super valiosos; hay un análisis de Sinnamon Love sobre el racismo en la industria del porno punzante y crucial; y hay un capítulo genial de Clarissa Smith y Feona Attwood sobre la resurgencia del feminismo antiporno, del cual me gustaría citar una parte:
Como escribió Gayle Rubin en 1984, mucha de la discusión sobre la sexualidad está basada en la idea de un ‘círculo virtuoso’ caracterizado por sexo que es heteronormativo, vainilla, procreativo, en pareja, que toma lugar entre personas de la misma generación, en el hogar, involucrando solo cuerpos, y evitando el sexo comercial y la pornografía. Más allá yacen los ‘límites externos’ del sexo: promiscuo, no procreativo, casual, sin estar casados, homosexual, inter-generacional, que se da en solitario o en grupos, en público, que involucra S/M, comercio, objetos manufacturados y pornografía. […]
Pero es difícil ver porque estas características deberían ser especialmente importantes para las políticas sexuales o el feminismo, o porque las feministas deberían valorar el sexo en términos de su capacidad para desarrollar intimidad más que por otra cualquier otra razón. De hecho, esto se corresponde mucho más claramente con una visión del sexo como sagrado o ‘especial’ […] Se asume un propósito adecuado para el sexo y no hay consideración para la variedad de prácticas sexuales en las cuales las personas se involucran, los entendimientos diversos de lo que es el sexo, o las razones variopintas por las cuales las personas tienen sexo.
En definitiva, este libro me abrió bastante los ojos, no solamente en cuanto y en tanto a las particularidades de mi deseo y de lo que busco en la pornografía que miro, que a veces, para que negarlo, puede ser problemático, sino también en cuanto a las variedades de pornografía que no había considerado hasta entonces. Además, me hizo pensar mucho en que medidas serían necesarias para que el consumo y la producción de pornografía pueda ser más ético, diverso y divertido para todes. Y como siempre, vuelvo a las viejas máximas marxistas, que apuntan a una acción de clase. Un empoderamiento de las y los trabajadores sexuales que les permita ejercer su deseo y su libertad de elegir las condiciones de trabajo en las que realizan su actividad; una organización y sindicalización de los trabajadores sexuales; un robusto control de las condiciones de trabajo; el consenso como elemento central e ineludible para realizar cualquier práctica sexual; y como corolario de esto, la expulsión de la censura que busca operar e instaurar los pánicos morales. Pero, sobre todo, la idea, como dice Angela White, de que el sexo en cámara debería ser algo placentero, divertido, transformador y liberador para todos aquellos involucrados.
Perdido en las montañas del exceso
Hablemos ahora de otro tipo completamente distinto de pornografía: el Snyder Cut de Justice League. No me voy a detener aquí en recomponer la historia “detrás de escena” del Snyder Cut, sobre todo porque siento que hay muchas cosas para decir sobre la película en sí. Baste mencionar que hace cuatro años Snyder, por una combinación de presión del estudio, expectativas de la audiencia y tragedia personal, se vio forzado a abandonar la película de la Liga de la Justicia en sus etapas finales. DC Comics se la dio a Joss Whedon, quién refilmó varias escenas y re-editó toda la película de una manera brutal para cumplir con los edictos del estudio: más risas, menos lentitud, menos actitud ponderosa. La película se estrenó y fue un fracaso absoluto, pero un sector apasionado/demente de los fans comenzó a reclamar el “Snyder cut”, que supuestamente existía en unas latas en la casa del director. Lo hizo con tal insistencia, empleando métodos que no eran ajenos al bullying y la intimidación, que finalmente Warner dio el brazo a torcer y, en una mezcla de desesperación y hartazgo, teñida por el absoluto fracaso de su universo cinematográfico, le dio luz verde a Snyder, y 70 millones de dolarucos, para que la termine y la estrene en HBO Max.
La película dura cuatro horas y es… un objeto cultural singular. Primero que todo, es indudablemente una mejor película que el engendro creado por comité que se estrenó en 2017. Esta película es, indudablemente, la visión singular de un creador a quién le soltaron las cadenas y le dijeron que podía llevar su estilización hasta las últimas consecuencias. Es, además, una película mucho más coherente narrativamente. Las dos horas extra que le agregó Snyder sirven, en su inmensa mayoría, para suplir los cimbronazos de edición y guión que tenía la de Whedon, para darle un trasfondo creíble a Cyborg, que se convierte casi en nuestro personaje punto de vista, para darle más carnadura a las relaciones entre los personajes, etc. De hecho, se puede decir que, de las tres películas de superhéroes que hizo Snyder, esta es la mejor narrada, la que no da inmediatamente vergüenza ajena. Lo cual, por otro lado, es demasiado poco, y demasiado tarde.
El contrapunto de esto es que esas dos horas también sirven para que Snyder se sumerja en la peor de las indulgencias. Las primeras dos horas son el equivalente a ver pintura secar: escenas estiradas, diálogos entre los malosos absurdos, pero con intenciones de que sean épicos y amenazadores y, sobre todo, un uso exagerado y tan ridículo del slow motion que se vuelve por completo autoparódico. Creo que el momento cumbre, el pináculo del uso snyderiano del slow motion para comunicar gravitas y terminar posteando cringe son dos escenas: en la primera se ve a Aquaman caminando por un muelle en cámara lenta, pelando lomo mientras las olas rompen a su alrededor, mientras suena There is a Kingdom de Nick Cave. En la segunda, el Flash de Ezra Miller salva a Iris West de un accidente automovilístico mientras a su alrededor VUELAN UN MONTÓN DE SALCHICHAS EN CÁMARA LENTA PORQUE EL CAMIÓN QUE CHOCÓ EL AUTO DE IRIS ANTES HIZO MIERDA UN CARRITO DE PANCHOS. O sea: Snyder piensa que eso es conmovedor y lleno de sentimiento y hasta romántico, pero hay TAL desconexión entre intenciones y resultado que no se puede creer. Es asombroso que nadie le haya dicho: “hey, quizás que Barry Allen se guarde una salchicha en el pantalón no es exactamente lo más tonalmente apropiado para lo que queremos narrar”. Esos excesos vuelven el Snyder Cut casi una obra de outsider art.
No, mejor dicho: la mejor manera de entender la Justice League de Snyder es como una obra camp. Volvamos a Susan Sontag y rescatemos algunas de sus Notas sobre el Camp de 1964. Allí, Sontag afirma, entre otras cosas que (todas las siguientes son citas textuales):
- El Camp es un modo de esteticismo. Es una forma de ver al mundo como un fenómeno estético. La vía del Camp no se da en términos de belleza, pero en términos del grado de artificio y estilización.
- El arte Camp es a menudo arte decorativo, con un énfasis en la textura, la superficie sensual, y el estilo, en detrimento del contenido.
- El Camp es una visión del mundo en términos de estilo – pero un tipo particular de estilo. Es un amor por lo exagerado, lo que “no encaja”, de las cosas-siendo-lo-que-no-son.
- Como un gusto que se refiere a personas, el Camp responde particularmente a lo marcadamente atenuado y a lo fuertemente exagerado. Lo andrógino es ciertamente una de las grandes imágenes de la sensibilidad Camp […] Lo que es más hermoso en los hombres viriles es algo femenino; lo que es más hermoso en las mujeres femeninas es algo masculino.
- Uno debe distinguir entre el Camp naif y el camp deliberado. El Camp puro siempre es naif.
- Los ejemplos puros de Camp son no intencionales; son mortalmente serios.
- En el Camp naif, o puro, el elemento esencial es la seriedad, una seriedad que falla. Por supuesto, no toda la seriedad que falla puede ser redimida como Camp. Solo aquella que tiene la mezcla correcta de lo exagerado, lo fantástico, lo apasionado y lo naif.
- El Camp es arte que se propone a si mismo seriamente, pero no puede ser tomado por completo en serio porque es ‘demasiado’.
- A aquello a lo que responde el gusto Camp es al ‘carácter instantáneo’ (…) El carácter es entendido como un estado de incandescencia continua – una persona siendo una sola cosa muy intensa.
- El punto entero del Camp es destronar lo serio. El Camp es juguetón, anti serio. Mas precisamente, el Camp involucra una nueva, más compleja relación a lo “serio”. Uno puede ser serio sobre lo frívolo, frívolo sobre lo serio.
- El Camp afirma que el buen gusto no es simplemente buen gusto, que existe, de hecho, un buen gusto del mal gusto.
Si vemos la Liga de la Justicia de Snyder, podemos comprobar la mayoría de estas afirmaciones. Es una película mortalmente seria que fracasa en su aspiración de seriedad y termina volviéndose algo más: paródico, ridículo, un monumento al mal gusto estetizado. Es una película que se toma TAN en serio a sí misma (esas analogías cristianas, esas escenas que parecen estampitas en cámara lenta, esa concepción simplona y tonta de lo que significa que un superhéroe sea un dios, esas continuas referencias al arte grecorromano, esa paleta de colores y la decisión de revivir a Superman con un traje negro más feo que el pecado, ¿qué daño tan terrible le hicieron los colores primarios a Snyder de niño?…) que termina convirtiéndose en su propio sketch de Saturday Night Live. Si la observamos de este modo, caritativamente, la película es un objeto cultural interesante, y hasta podría ser fascinante.
Pero creo que hay dos elementos que evitan que la película se convierta en un objeto camp por completo. En primer lugar, no hay nada en la visión de Snyder ni tampoco, y esto es igualmente importante, en su recepción y en los fans que tiene, que privilegien la ambigüedad sexual, ni su apropiación por la cultura homosexual, ni la androginia, ni la transformación de hombres en mujeres o mujeres en hombres que para Sontag es central en el Camp. Mejor dicho: hay en Snyder una continua exaltación de lo masculino que impregna también a los personajes femeninos. Una mujer en la obra de Snyder es válida porque se convierte en un equivalente para la masculinidad, y esto se ve claramente en todo lo que tiene para decir sobre Wonder Woman y las amazonas, que son presentadas como espartanos con tetas, todo caras adustas y músculos trenzados. Quizás sea porque acabo de terminar de leer la Wonder Woman Earth One de Morrison, Paquette y Fairbarn, donde la civilización amazónica es presentada con exuberancia, color, y políticas sexuales mucho más intrigantes y sumisas (de hombres a mujeres), pero no pude evitar sentir que sus amazonas carecen por completo de imaginación.
Lo que hay en Snyder es una valorización de la fortaleza física como el valor ético y estético último. Snyder no puede pensar en otros términos más que en los de una ideología del poder rancia que encuentra en la humillación y la derrota física del enemigo su razón de ser. Y creo que esto es, en gran parte, lo que llama la atención a sus fans, que no leen esta película como una película resbalosa y fértil para las lecturas queer o a contrapelo, sino como una representación de Como Deberían Ser Las Cosas, con cero ironía y cero capacidad de disfrutar y celebrar su estilización desde una posición de goce.
Esto se comprueba muy bien en la yuxtaposición de dos escenas sobre el final. La primera es el único acto de verdadera imaginación narrativa y lógica superheroica que tiene la película: la corrida final de Barry Allen más allá de la velocidad de la luz que restaura el universo haciendo girar para atrás el tiempo. Es una escena de gran belleza y de gran poesía, una especie de homenaje a la Superman original de Richard Donner. Tampoco puedo evitar ver en ella un homenaje al desenlace de Final Crisis, en el cual Superman le gana a Darkseid cantándole una canción (uno de mis momentos favoritos del comic de superhéroes de todos los tiempos). Pero luego Snyder decide seguirla con una escena en la cual Aquaman EMPALA a Steppenwolf, Superman LE DA UNA PATADA y Wonder Woman LE CORTA LA CABEZA para enviar su cuerpo sin vida como una amenaza intimidatoria a Darkseid. Como dijo un amigo: “Solo faltó que Batman le mee encima”. Esto no quiere decir que no puedan existir lecturas diferentes y disruptivas de la obra. Sin ir más lejos, aquí Facundo Saxe propone algunas claves de lectura muy interesantes. Pero yo no puedo evitar sentir que cuando veo una película de Snyder me asalta el olor a cambiador de gimnasio, a sudor, a bolas. Y que Snyder es una especie de rugbista que leyó dos libros de filosofía y cree que por eso es más inteligente que el resto. Snyder es un tonto que se cree inteligente, y eso me desespera.
En segundo lugar, hace varios días que me vengo preguntando, un poco a raíz de este excelente video de Gus Casals, cuál es la relación que Snyder tiene con los personajes que supuestamente ama. Me pregunto verdaderamente si ama a Superman, Batman, Wonder Woman. Y mi respuesta tentativa, por ahora, es que ama algo de ellos, pero una versión recortada, disminuida, que emana de esta creencia en el poderío como medida de todas las cosas. Snyder es un tipo cuyas coordenadas estéticas se mueven entre lo más vulgar del grim’n’gritty superheroico de finales de los 1980s y principios de los 1990s y una influencia que ninguno de sus fans reconoce pero que está ahí en primera plana: Image Comics de los 1990s. No hace falta más que ver su Steppenwolf para darse cuenta que ese diseño exagerado, lleno de picos y ganchos y púas, podría estar en cualquier comic de Jim Lee, Rob Liefeld, Todd MacFarlane o Marc Silvestri circa 1994. Y esta influencia choca con “la seriedad” que quiere robarle al grim’n’gritty, porque Image es cualquier cosa menos una estética tomada en serio hoy por hoy.
Como contracara, Snyder es incapaz de procesar otros momentos del comic de superhéroes, es incapaz de pensarlos como fuerzas creativas, como series simbólicos o imaginarios, es incapaz de entender formas de resolución del conflicto que no dependan de pegarse unos a otros. Lo cual, es cierto, es una característica del 90% de la ficción superheroica, pero en Snyder está llevado al paroxismo. Nada mejor que ver su Darkseid para comprobarlo: su Darkseid es un warlord enojado. Es un bárbaro. No tiene nada del Darkseid insidioso y maligno que medra con tu autoestima y tu sentido del ser, de la voz en el fondo de tu cabeza que te dice que no vales nada y que te entregues a la Anti-Vida. Su Darkseid tampoco tiene nada del aristócrata palaciego e intrigante que te espera en tu casa sentado en tu sillón con una sonrisa manipuladora. Lo mismo pasa con su Batman: Ben Affleck lo interpreta como un padre deprimido que acaba de salir de una audiencia de divorcio en la cual le fue particularmente mal. Porque Snyder es incapaz de entender a los personajes de historieta de una manera metafórica. Allí está su adaptación hiper fiel y sin embargo catastrófica de Watchmen como evidencia.
En definitiva: esta es, sin dudas, una visión personal y única. Esto es 100% Snyder unfiltered. Es una visión “de autor”. Lástima que sea una visión que me parece tan rancia, y que siento que tiene tan poco para decirme.
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Con esto llegamos al final. La recomendación musical de esta semana es un clásico, aunque solo tiene 7 años: el Nocturnes de Little Boots, uno de los discos más demoledores y llenos de bangers que escuché en mi vida, pura energía de club hermosa. Para esperar el momento en que podamos bailar juntos de nuevo. Nos vemos en dos semanas, cuídense mucho y ¡Godspeed!
Nada como una bella catarsis tucumana, exótica y pasional como el hombre de bigotes que la escribe. Todo lo meta del Snyder Cut es fascinante. Dos cosas que me quedé pensando:
1) La canción de Superman en Final Crisis bien puede ser un grito.
2) Es momento de empezar a tomar a Image en serio.
Abrazo!