#5: Vivir lo Suficiente Para Convertirte en Villano
¡Hola! ¡Bienvenidos a la quinta entrega de El Evangelio del Coyote, un newsletter sobre arte, política y basura! En esta ocasión, un poco sobre Phil Spector, Ariel Pink y la posibilidad de que alguien horrible haga arte hermoso. Y luego, otro toque sobre videojuegos y mi experiencia retomando los mismos. ¿Por qué estos temas? No hay porque.
Breves Entrevistas con Hombres Horribles
El 16 de enero murió Phil Spector y la noticia fue recibida de forma muteada y casi imperceptible. A diferencia de otras luminarias fallecidas recientemente, y en tensa contradicción con el ritual de despedida pública consistente en la canonización, a Spector solo lo despidieron con admiración unos cuantos kamikazes. El motivo es conocido, pero nunca está de más repetirlo: en 2003 Spector asesinó de un tiro en la boca a la actriz Lana Clarkson en su casa de Los Angeles y, en 2009, fue condenado a cadena perpetua de 19 años (no me hagan explicar las condenas yankees) en el sistema penitenciario de California. De hecho, su muerte se dio por covid en el contexto del hacinamiento y abandono de los presos californianos. Este último acto grand guignolesco fue la cereza de la torta de una carrera y una vida comprometida a los excesos y a los abusos. Sesiones en donde apuntaba a los músicos con pistolas, abuso matrimonial, reclusión durante años en su mansión, adicción a las pastillas y el alcohol, horarios demenciales, sesiones interminables a las que sometía a aquellos músicos que trabajaban con él. Si bien Michael Jackson es la inspiración más obvia, no puedo evitar ver también trazos de Spector en Teddy Perkins, ese personaje altamente perturbador que protagoniza uno de los mejores episodios de Atlanta. No solo por el aislamiento que ambos comparten, sino también por el complejo simbolismo de ser Spector un hombre blanco que vampirizó y se aprovechó del trabajo de artistas negros, y que Perkins (y Jackson) eran hombres negros que tenían tan internalizado su auto-odio, auto-odio que también es un subproducto del comportamiento de la industria musical frente a los pioneros negros, que prefirieron ser blancos.
El “problema” es que Phil Spector fue, simultáneamente, uno de los grandes genios de la canción pop, un manufacturador de hits, uno de los primeros tipos que utilizó al estudio como herramienta (y de quién los Beatles aprenderían mucho), y muchas de las canciones que produjo siguen siendo clásicos inoxidables. Mis dos favoritas: la locura pop de Be My Baby, con esos tres golpes de bombo del principio que, una vez que los escuchaste, producen reacciones pavlovianas de placer cada vez que salen de unos parlantes. Y You’ve Lost That Lovin’ Feelin’ de los Righteous Brothers, una catedral pop, una de las canciones más EPICAMENTE TRISTES de todos los tiempos. (De yapa, la TREMEBUNDA versión de Elvis en Vegas).
La muerte de Spector llegó, además, 10 días después de que Ariel Pink y John Maus participasen de la insurrección/toma del Capitolio del 6 de enero, en apoyo a Trump. Pink y Maus son músicos indie que fueron la cara más notoria del hypnagogic pop y la chillwave, esa corriente musical que recuperaba los sonidos comerciales de la radio FM norteamericana de los setentas y ochentas y los pasaba por un portaestudio mugroso para lograr canciones que parecían recuerdos lejanos de un hit pop de otra dimensión. Pink siempre fue un tipo polémico. Entre sus posiciones, defendió el bullying que recibió en su infancia porque lo volvió “duro”, dijo que ser racista no es un crimen y expresó fastidio por el matrimonio homosexual. Maus, al contrario, viene de un trasfondo de izquierda, con un doctorado en ciencias políticas y un segundo trabajo como profesor universitario de filosofía. Pero parece que en los últimos años sufrió una serie de tragedias personales que lo llevaron al agujero de gusano de la radicalización vía internet que se manifestó en la forma de un catolicismo extremo.
Ambos eventos fueron recibidos con sonoros gritos de indignación. Leí twits que reclamaban que cualquier obituario de Spector lo identificase primero como asesino y luego como músico. Y también a gente que ya estaba borrando sus mp3 de Ariel Pink. Una vez más, se plantea una pregunta que nos acosa desde hace más de una década y que en su formato más simplón rumbea hacia la discusión sobre la “cultura de la cancelación” pero que yo creo que es más productivo pensar en los términos ¿es posible que gente horrible haga arte bello? Y ¿está bien que uno disfrute de ese arte?
Mi respuesta personal a ambas preguntas es un decisivo “SI”. Voy a admitir que esta postura tiene tonalidades de egoísmo. Me niego a acordonar cosas que me dan placer solamente porque fueron creadas por gente espantosa. Quizás ahí habría algo que revisar. Un límite que siempre es fácil trazar de la boca para afuera es no apreciar arte que sirve simultáneamente como propaganda. ¿Pero qué hacemos ahí con porciones de la obra de Frank Miller? ¿Y con Leni Riefenstahl? Elizabeth Sandifer, tomando una página del Rob Shearman, utilizaba la idea de “lecturas redentoras” de obras que son notoriamente problemáticas, lecturas que descubren algo que las rescata.
La defensa más usual ante estas cuestiones es “separar la obra del artista”. O sea, tomar la obra como algo autosuficiente, no marcado por las acciones de quién la produjo. Esto tiene bastante desde el punto de vista de los avances en la sociología del arte, que intentan deconstruir la noción del artista romántico, del genio creador, y la identificación vida-obra. Por ejemplo, Howard Becker con sus “mundos del arte”, enormes redes colaborativas en las cuales el arte es básicamente una actividad como cualquier otra distribuida a lo largo de una multiplicidad de personas que lo hacen posible. O Antoine Hennion y su concepción de la música como algo re-presentado continuamente por mediadores humanos y no humanos. Para que la música exista hacen falta partituras, discos, radios, escenarios, auriculares, interpretes, profesores y teóricos, musicólogos, críticos, productores, críticos, DJs, editores de partituras y de discos, técnicos de sonido, organizadores de conciertos, fans, manuales de enseñanza, dispositivos escénicos, salas de concierto, clases de música. A lo que apuntan, fundamentalmente, es a reducir la importancia del artista individual y recuperar la obra de arte como labor colectiva que pasa por un montón de filtros necesarios para convertirse en el producto final que llamamos obra de arte. En el fondo, el arte casi nunca le pertenece a una sola persona, y continuamente nuestras tozudas cabezas intentan llevarlo para el terreno del genio creador. De hecho, yo lo hice hace unos párrafos. ¿Por qué? Creo que una posible respuesta es porque así es más fácil escribir sobre el y, sobre todo, es más fácil asignar responsabilidad.
Porque nuestra relación con el arte, de algún modo, está mediada por la moralidad. Y eso creo que tiene que ver con que la elección de qué arte consumimos y con cuál nos identificamos es una de las pocas elecciones que aún nos quedan en este mundo cada vez más limitante. Entonces, tendemos a colocar una cantidad demasiado grande de expectativas en esas producciones. Necesitamos que nos diviertan, pero también que nos hagan pensar, y que nos identifiquen, y que nos den una imagen del mundo en el que nos gustaría vivir, porque este apesta. Es demasiado para pedir del arte y de los artistas.
Y en ese punto, la propuesta de “separar el arte del artista” también me hace ruido. Como historiador, como persona que cree en los procesos y en el contexto, y que tiende a favorecer a la crianza por sobre la naturaleza, no puedo evitar creer en que alguien produjo eso, en un momento particular de la historia, marcado por un pasado particular, por un horizonte de expectativas particular, por un camino particular que de alguna manera también determina algo de esa obra. Incluso cuando, luego de ser arrojada al mundo, pierde en parte su atadura a quién la creó. Y en ese punto, siento que negarle la posibilidad a una persona horrible de crear arte que nos conmueva, funcionar con la lógica de la “mancha venenosa” que hace que cualquier cosa tocada por un nefasto sea nefasta, es negarles a esas personas algo de humanidad. Que es messy, y complicada, y contradictoria, y oscura, y trágica, y espantosa. Pero quién no alberga oscuridad en su corazón. Y quién no sucumbió a ella alguna vez.
Otra alternativa, muy atendible, es la que me dijo mi amiga Nenet en Twitter hace unas semanas (y que también es la forma en que concluye Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino): amplificar obras con un trasfondo y creadores de mensaje más positivo, aquello que hace que el infierno sea un poco menos infierno. Es una buena propuesta, pero también creo que todos estamos hechos de piezas que no encajan, y buscar la coherencia de arte y obra es buscar, a menudo, una estatua tallada en mármol y no un verdadero ser humano.
Las Mecánicas Celestes
El año pasado fue el año que me propuse volver a jugar videojuegos. Siempre me encantaron, pero por distintos motivos que tienen que ver con la estúpida vida adulta y la falta de dinero para comprar una consola de última generación (y mi fiaca para jugar en la computadora) me fui alejando progresivamente de su mundo. Tenía la sospecha de que mi cerebro andaba necesitando el ejercicio particular que despierta jugar, esa combinación de concentración y aniquilación del ego que generan.
El tiempo muerto de marzo-mayo habilitó mi enamoramiento con uno de los mejores juegos que jugué en los últimos años: el Hollow Knight. Hace un par de semanas alguien preguntaba en Twitter que los mantuvo más o menos cuerdos durante el 2020. Sin ánimo de exagerar, puedo decir que el Hollow Knight fue fundamental para no enloquecer en ese año funesto.
El HK es un metroidvania, un estilo de juego que consiste fundamentalmente en una combinación de plataformas y acción, con un mapa gigante que vas explorando a medida que desbloqueas habilidades e ítems, con los cuales podés equipar a tu personaje principal, haciendo que puedas explorar nuevas áreas y las batallas con los jefes sean más accesibles. Ezequiel Vila, uno de los editores de la revista Replay, también me señaló que una característica principal del metroidvania es que el mapa está abierto y que no hay una indicación clara de donde hay que ir para progresar, entonces “para avanzar tenés que retroceder”. El nombre viene de la combinación de Metroid + Castlevania: Symphony of the Night, los dos juegos más famosos del estilo. En HK jugas como, justamente, un caballero que es una especie de escarabajo con una máscara blanca, que se mueve en un mundo en el cual una civilización de insectos fue destruida por un misterioso evento del pasado.
Para serles sinceros, no le presté tanta atención a la historia. A pesar de que el juego está lleno de conversaciones y momentos que te van aclarando el asunto. Creo que la riqueza del HK no viene dada tanto por ella, sino por dos elementos confluyentes que hacen que resalte dentro de los metroidvania. En primer lugar, por la exquisita mecánica de juego. Lo que más importa es la habilidad para saltar y para golpear. La mejor manera de definirlo es decir que funciona como un baile. Las primeras 5 o 6 veces que te encontrás con un jefe (qué encima son bien diversos en su planteo) lo más seguro es que te mate sin que casi puedas golpearlo, porque la velocidad y las secuencias de movimientos que hacen son imposibles. Siempre vas a saltar cuando tenés que dashear y dashear cuando tenés que golpear. Con el tiempo te vas dando cuenta de que no es tanto una cuestión de verduguear desde lejos o de proteger tu salud a toda costa, sino que es un ballet en el cual vos tenés que estar, muchas veces, cerca del enemigo para poder golpear y esquivar en el momento justo. Para alguien como yo, que ama los juegos de pelea y de plataformas, ese desafío fue lo que necesitaba.
Lo otro que me encantó fue la estética. Todo un mundo de insectos muy colorido, con áreas gigantes que se van abriendo progresivamente y que invitan a la exploración. De hecho, una de las cosas que más me enganchó fue que le hizo cosquillas a mi costado obsesivo (como si eso fuese muy difícil) que inmediatamente decidió que IBA A EXPLORAR ABSOLUTAMENTE TODO EL MAPA Y NO IMPORTABA CUANTO TIEMPO TOMASE. Perdí la cuenta de cuantas veces pasé por los mismos lados buscando un ítem, pero habla muy bien del juego el hecho de que, incluso en ese grindeo (el otro día le dije a mi amigo Ezequiel Rivero que me definía como un casual gamer y me contestó “¡Pero qliao, la manera en que jugaste al HK no tiene nada de casual!”) el juego nunca se vuelve insoportable. Hay algo muy satisfactorio en ver un mapa gigante y hermoso todo marcado con las cosas que hiciste. Te hace sentir pleno. Lo mismo me pasó con el último metroidvania que jugué, el maravilloso Cave Story.
Por otro lado, estuve jugando al Hades, el juego del momento. En Hades jugás como Zagreus, el hijo del dios titular del infierno, quién quiere escapar del reino de su padre. En su odisea, va a recibir la ayuda de otros dioses del Olimpo, los cuales le ofrecen ayudas que mejoran sus habilidades. Pero, por supuesto, tienen su propia agenda, que no se sabe si será buena o mala para Zagreus.
Hades es un rogue-like, un tipo de juego que se caracteriza por una progresión a lo largo de calabozos que son generados procedimentalmente. Esto quiere decir que cada vez que morís los niveles, cantidad de enemigos y disposición de los calabozos es diferente. Los rogue-like están pensados para que el personaje principal muera una y otra y otra y otra vez. Es un poco la gracia. Hacer lo mismo cada vez, pero de manera diferente. En el Hades cuando te hacen mierda aparecés en “La Casa de Hades”, un lounge donde el dios de los muertos juzga a las almas. Y de ahí arrancás con la lenta caminata para huir. La clave está en que en cada intento de escape acumulás diversos ítems que te ayudan a mejorar el punto de partida: hacerte más fuerte, o más rápido, o darte una vida extra, o tener mejores armas. Y a esto se le suman las magias de los Dioses, que son un montón y se combinan de infinitas maneras para generar un equipamiento que siempre es diferente (y muchas veces odias perder). Si a esto le sumamos un diseño de personajes bellamente estilizado y una actuación de voces excelente, se entiende el por qué de la locura.
Es el primer rogue que juego. Siempre me dieron un poco de desconfianza porque básicamente no les tenía fe a las mecánicas. Pensaba que el hecho de morir repetidamente y tener que arrancar de cero iba a hacer al juego aburrido y asfixiante. Pero ahora comprendo que, cuando el rogue-like es bueno, lo que hace es desafiar nuestra idea tan arraigada de progreso. Es literalmente lo opuesto a lo que sentía cuando jugaba al HK, que, al menos para mí, se basaba en una idea de acumulación y de totalidad: quiero ver el mapa entero, quiero tener todos los ítems, quiero ganarles a todos los enemigos. A pesar de que la lógica de ida y vuelta sobre los mismos espacios de los metroidvania tenga una similitud con la repetición de los rogue. Esto es como El Día de la Marmota: volver al punto de partida para aprender algo sobre nuestro juego y como llegar más lejos la próxima vez. Pero con la diferencia de que el mundo siempre es ligeramente diferente. Y el run perfecto consiste en hacerlo todo de un tirón, en una prueba de resistencia y habilidad que, en realidad, fueron perfeccionadas hasta el punto del diamante por la práctica de morir una y otra y otra y otra vez. Un montaje de entrenamiento mediado por la muerte.
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El disco de esta quincena es el FABULOSO tercer disco de Alex Cameron, Miami Memory. Cameron es un músico australiano cuyo gimmick es que su stage persona es un músico fracasado, de vuelta, cuyos proyectos siempre se hunden y su mejor momento ya pasó. Como él mismo dice: “Escribo sobre el tipo que se sienta en una mesa solo, el tipo cuya vida es una constelación de tragedias microscópicas. Mis personajes vienen de un lugar en el cual la ambición, la baja autoestima paralizante y la tragedia se intersectan”. Este disco tiene una canción extraordinaria sobre actrices porno, burlas al machismo alfa y muchísimos ganchos.
Un abrazo grande a todes y nos vemos en dos semanas. ¡Godspeed!