#43: Corazones En Llamas
"Pavements" de Alex Ross Perry y "One Battle After Another" de Paul Thomas Anderson: ironía, emoción y revolución.
Hace 23 años la banda de metalcore The Dillinger Escape Plan le ponía de título a un EP Irony is a Dead Scene. En el disco, Mike Patton, invitado luego de que la banda se pelease con su primer cantante, se la pasa berreando sobre unas bases ruidosas. Patton, como alguien que le había puesto de título a un disco Who Cares A Lot?, no era ajeno a la ironía, pero aquí se sumergía en el ethos hardcore de la autenticidad.
Hace unos días leía en el newsletter de Ted Gioia una entrega que hablaba de David Foster Wallace en la cual Gioia decía lo siguiente:
We need to replace irony, sarcasm, and cynicism—which have contributed to our self-debasement—with softer, gentler attitudes. Cynicism is useful in criticizing, but is impotent when we need to build something better. Irony only destroys, never builds.
That’s why the age of irony (in TV, comedy, etc.) coincided with decline and degradation. The irony and sarcasm only made us feel better—we were above all this, it told us—as things got worse.
Wallace constantly criticized the ironic tendency in culture, and made a plea for more kindness. He knew that was unfashionable in hip literary circles, but he didn’t care. He thought that part of the solution was a willingness to appear unfashionable—that’s why he was so willing to share his own vulnerabilities and weaknesses in interviews.
La misma semana vi el extraordinario documental dedicado a Pavement, Pavements, de Alex Ross Perry y me fue imposible no conectarlo con estas declaraciones anti-ironía. Pavement es la banda más insinceramente sincera de la historia de la música. Es como que cada una de sus declaraciones, su poesía y su lírica están envueltas en capas y capas de dobles sentidos, non sequiturs, metáforas incomprensibles y la forma de cantar de Malkmus, que oscila entre la paja absoluta y la sonrisa de alguien que sabés se está riendo de vos por dentro, pero lo hace de una forma tan sutil, tan perezosa, con tanta negación plausible, que no podés ni siquiera sacárselo en cara.
Para mí Pavement siempre fue un amor sincero. Nunca me sentí mejor que nadie, ni más inteligente ni más pícaro, por escucharlos. Hace muchos, muchos años, cuando quién hoy es mi esposa se iba de viaje por unos meses, y era mi amiga, le regalé un compilado de canciones que se llamaba “23 razones para hacerse hincha de Pavement”. Aunque yo pensaba que era un gesto amistoso simpático, por supuesto que escondía un acto de amor. En esas canciones había corazones, cariño, frustraciones emocionales, liberación a los gritos, sentimientos tiernos y todo ello procesado con un escudo protector de ironía, que en realidad no quiere decir que no sientas nada, solo que es necesario enfrentarlo munido de algún arma para no quedar arruinado.
No sé cuál fue la primera canción de Pavement que escuché, pero lo primero que me llegó, quizá de forma más aurática que intelectual, fue la impresión de Pavement como banda sensible. Porque por más que Malkmus ejercite una presencia artística basada en la ironía y la distancia, su voz sigue siendo cálida, tiene la humanidad de quién fracasa y se esconde, el grano del cansancio al lidiar con los complejos sentimientos del otro y decepcionarlo. Además, al frente estaba Scott Kannenberg, Spiral Stairs (toda gran banda está hecha de, al menos, dos personalidades que dialogan y chocan) quién sí parece llevar su corazón a flor de piel, el straight man que quiere triunfar frente al bufonismo absurdista de su amigo y competidor. Luego, probablemente, estuvo Brighten The Corners, en el cual canciones como “Shady Lane” y “Stereo”, además de hacerme reír, me parecían de una dulzura propia de los perdedores.
Para mí Pavement siempre fue una banda de bufones con corazones de oro, algo que comprobé viendo todo momento en el documental en que están en pantalla Spiral Stairs y Bob Nastanovich (quizás el tipo más querible del indie), con sus sonrisas de veteranos sorprendidos de haber llegado, por la vía tortuosa del tiempo y la resistencia, a una relevancia cultural que no esperaban.
La película arranca con una placa hilarante: “En 1999 Pavement, la banda más importante e influyente del mundo se separa… y no pasa nada”. A partir de esa hiperbólica mentira, que es real para todos los que los amamos, el documental monta una puesta en escena en la cual, para su reunión en 2022, además de una gira y un documental “verdadero”, se están produciendo una muestra artística, un musical con sus canciones, y una biopic protagonizada por Joe Keery de Stranger Things en el papel de Malkmus. A partir de ahí procede a contar la historia de la banda en capa tras capa de mentira y ficcionalización, como ese juego de cumpleaños infantil en el que te daban un regalo envuelto en múltiples capas de papel de diario, y tenías que hacerlo girar en una ronda en la cual cada uno retiraba una capa, hasta que quien arrancaba el último envoltorio se quedaba con el regalo. Lo que está adentro, en este caso, sería el corazón emocional de la banda.
El documental, de esa forma, es una cosa totalmente innovadora, que remite a Spinal Tap, pero con una banda real, que cambia de registro continuamente, contando la historia de la banda de una forma oblicua, a veces con escenas del supuesto biopic que dramatizan momentos claves y simplifican la narrativa, a veces con artefactos ficticios tomados de la muestra, a veces extrapolando la oscuridad del mensaje de las canciones de la banda en la sinceridad bombástica del teatro musical. Los hechos, entonces, se ocluyen, se esconden, pero a la vez, para quién quiera verlos, se ponen en primer plano: ahí está la decisión anti-intuitiva de sacar un disco como Wowee Zowee (quizás mi favorito), doble, “sin hits”, con un tiempo de reproducción que ocupa solo tres caras, dejando una cuarta en blanco. Ahí están las peleas entre Spiral Stairs y Malkmus que giran alrededor de ser “la mejor banda que pueden ser” de una forma seria, o continuar siendo los bromistas que se auto-sabotean para que el grupo “no se venda”. Ahí está el hartazgo egoista de Malkmus ante la banda convertida en eso que tanto temía: una carrera.
Terminás la película sin saber tanto de la historia de la banda, pero intuís que no es nada tan extraordinario: grupo de amigos se junta, tienen una buena época, se separan por diferencias de ambición y cansancio. La película, en cambio, construye un artefacto estético impecable, un prisma deformante que fragmenta la historia para burlarse de las convenciones de la industria, al mismo tiempo que sabe que está participando de una de sus instituciones más mercenarias: la banda que se reúne.
A lo largo de la película Malkmus surge como un tipo imposible de apresar, alguien que nunca parece estar hablando en serio, que pone una distancia no solo con el exterior sino con sus propios sentimientos, y que parece movido simplemente por un deseo perezoso, como cuando Joe Keery-haciendo-de-Malkmus dice que no quiere hacer Saturday Night Live y parece movido solo por la contrariedad. Pero este desplazamiento que acabo de hacer entre “realidad” y “ficción” desnuda también la operación de la película: ¿Es acaso Malkmus así o es simplemente una escenificación de lo que la personalidad pública de Malkmus nos ha llevado a esperar de él? ¿Y acaso importa?
Niko Stratis, escribiendo sobre el documental, dijo lo siguiente:
Stephen Malkmus prefers to wink and nod at the emotional centre of his work, never letting his guard down enough to really see the blood in his veins. I’ve said this before, but I think Malkmus is a kind of Wario Springsteen, which is to say that both men trade in overwrought emotions, but where one wears his on the sleeves of a rolled-up beefy tee with a pack of smokes tucked safely within, the other masks his with just enough ironic detachment to convince you he believes in very little and cares about the same.
He ahí hay una gran verdad que hace un corte profundo al corazón de la relación ironía-sentimiento en los 90. Quizás diferente a lo que sucede hoy en día, en que la ironía parecería ocultar un pozo profundo de nihilismo, en los 90 era una armadura. Pavement, Mike Judge, Linklater, Clowes, Bagge, son todos artistas en los cuales la aparente falta de sinceridad enmascara algo que duele. Como si la muerte de Kurt Cobain hubiese oficiado como una señal de alarma para la Generación X: no seas demasiado sincero o este mundo te va a comer vivo.
Además, gran parte de lo que hace a Pavement tan especial se explica retornando un poco a su genealogía, y particularmente a la banda que fue su antecesora espiritual más clara: The Replacements. Como Pavement, The Replacements se ufanaban de no saber tocar. Como Pavement, construyeron una imagen cuidadosamente perdedora, en la cual su humor lleno de autodesprecio, su abuso de sustancias, y su deseo de enojar a todo el mundo eran estrategias frente al miedo. Como Pavement, eran contrarios hasta el punto de la parodia, tocando shows que se autodestruían para los públicos que más los querían. Y, como Pavement, debajo había un corazón sangrante que se expresaba en canciones como “Hold My Life”, quizás uno de los temas más lindos jamás escritos sobre estar cayéndose a pedazos y necesitar ayuda, y “Unsatisfied”, en la cual la voz de Paul Westerberg, más bien un gruñido despellejado, transmite toda la frustración de que lo que hacés, lo que creas, nunca sea suficiente, y que cada día parezca igual al anterior: un largo camino hacia ningún lugar.
Escribiendo sobre Los Replacements en Our Band Could Be Our Life, uno de los mejores libros jamás escritos sobre música, Michael Azerrad expresa toda su contradicción:
The Replacements were one of the first bands to openly and directly acknowledge the confusion and uncertainty of being a professional musician. “We definitely had a fear of success,” Westerberg said in 1987. “We had a fear of everything. We were all very paranoid, and I think that goes hand in hand with the excessive drinking thing. We’d get drunk because we were basically scared shitless, and that snowballed into an image.” (p. 212)
El mundo de la música a menudo parece dividirse entre sobreadaptados y neuróticos. Gente con la psicopatía y el carisma suficiente para sobreponerse a todo lo ridículo y peligroso que es perseguir la fama, y gente con una necesidad expresiva irrefrenable en alianza a una oposición a ceder, a cambiar, a hacer algo que los aleje de la cuidadosa ética del outsider que han cultivado en sus jardines privados. A lo largo de Pavements Malkmus expresa continuamente un miedo a “venderse”, que pareciera ser una broma recurrente más que una posición auténtica: como si la existencia de un documental de la banda en sí mismo no señalase que el momento de resistirse a selling out pasó hace mucho, que la banda ejecutó ese guion a la perfección en su primera pasada por este mundo, pero que ahora les tocan las páginas en las que son una institución venerada, incluso a su pesar.
El pico emocional de Pavements se produce en un momento en el que la narrativa sobre la banda colapsa y ya no importa tanto hacia donde llegaron, qué hicieron con su carrera, cuánto de ella respondió a los principios del manual de la banda de rock. La “historia de Pavement” se disuelve, y de pronto aparece Malkmus diciendo “Oh, si, ‘Spit on a Stranger’ es una canción muy importante para todos nosotros” con su sonrisa irónica y su vocal fry marca registrada, impostando toda sinceridad. Y el documental entonces se larga a un montaje en el que escenas del musical, de la banda tocando en vivo en el presente y en el pasado, y del biopic se combinan en la interpretación de esta canción cúlmine, con un verso que es una promesa, pero promesa no se sabe de qué:
Whatever you feel, whatever it takes
Whenever it’s real, whatever awaits me
Whatever you need, however so slight
Wherever it leads, whenever it’s right
¿Qué ofrece el narrador? ¿Consuelo, esparcimiento, acompañamiento, amor, espera, comprensión, incondicionalidad? ¿Cuándo? ¿Cómo?
Cuando ese montaje terminó estaba llorando como un niño.
Pavement no es una banda nostálgica: me ha acompañado a lo largo de mi vida, cada seis meses, más o menos, termino enredado en sus canciones como si fuese la primera vez: suenan nuevas, brillantes, impecables, graciosísimas a pesar del paso del tiempo. Me dicen algo muy profundo sobre el paso del tiempo, sobre la soledad, sobre la fragilidad, en el medio de un bosque de espejos distorsionados.
***
1. Con One Battle After Another la pregunta no parece ser una de sinceridad, sino de exotismo. ¿Tiene la película de PTA una fascinación insana con los elementos más superficiales de la revolución y la acción armada en detrimento de su sustancia?
2. Creo que la mayoría estamos de acuerdo en que PTA como cineasta no es un cínico, sino más bien lo contrario, y que la mayoría de sus películas son sobre buscar conexión. Por eso es que The Master aterra tanto, porque exprime esa empatía, hasta más allá de lo entendible, en pos de la reconstrucción de esa relación tóxica para terminar con todas las relaciones tóxicas. Por eso asusta tanto Daniel Plainview: porque ahí no hay nada.
3. Como se ha dicho en varios otros lugares, esta es la segunda película de PTA situada en el presente (y un poco en el futuro). Pero comparte el tema de toda su filmografía: un paneo sobre las formas en que los marginales tratan de labrar una vida a los costados del sueño americano. Todo, los pornógrafos de los setenta, los tele-evangelistas de pacotilla, los estafadores, los autistas que se enamoran, los líderes de culto, los adolescentes demasiado maduros, los detectives privados fumados, compone un retrato sobre las contradicciones de un país encerrado en el averno del autoritarismo y el materialismo y la búsqueda de un otro que contenga y sane.
4. Una de las dicotomías más importantes de la película se da entre resistir y convertirse en delator. Creo que es el anclaje ético de toda la historia. Paralelamente, la presencia del estado es siempre opresora y feroz, una asfixia que en cualquier momento amenaza con tornarse sadismo. Las botas y los uniformes, el bastón que te quiebra el craneo, la negrura de las armas: la represión como una serie de marcas estéticas que pregonan violencia. No hay rescates de último minuto, ni hay caballería, no hay soluciones mágicas ni superhombres: cuando aparece el ejército y los servicios y te atrapan se cierran las fauces de un estado criminal que va a hacer con vos lo que quieras, a menos que vos hagas lo que ellos quieren. Por eso resistir es tan difícil, y el juicio moral sobre los delatores se disuelve a lo largo del metraje.
5. En las novelas de Pynchon está la idea de que el poder, así como la narrativa, es difuso (lo digo habiendo leído solo dos novelas de Pynchon). Por ello sus desenlaces suelen ser insatisfactorios: no hay confrontación con el espectro tentacular que es El Hombre, sino más bien una serie de confusiones en los cuales la tensión se metamorfosea. Y, a menudo, algo de comedia y de bufonesco en las formas en que la máquina hace papilla a sus sirvientes. Nadie parece tener, del todo, la sartén por el mango, si no que todo parece una jerarquía de confusos. Aquí eso está en la forma del ballet del poder entre Steven J. Lockjaw y el Christmas Adventurers Club, gente que da miedo, pero también es medio patética con sus ideas insulares y esotéricas.
6. La otra gran dicotomía de la película es entre moverse y quedarse quieto. Hay dos largos momentos de movimiento: los primeros cuarenta minutos con las acciones de los French 75, el motor de la revolución en marcha. Luego, la persecución inexorable de los protagonistas de Lockjaw a los protagonistas que compone el resto de la trama de la película: el poder de la represión en marcha. La fuga y el intento de rescate de las brasas de la revolución cagada a palos. Varios han resaltado los paralelismos con Terminator 2 de esta secuencia, con lo cual también se resaltan los momentos de horror de la filmografía de PTA, que ve las fuerzas de mercantilismo, la represión y la extorsión como verdaderas amenazas existenciales. En el medio: 16 años de business as usual, de ser arruinados en cómodas cuotas que apenas si se sienten, de una vida vivida a medias.
7. Los grandes momentos cinematográficos son aquellos en los que PTA filma el movimiento. Gente huyendo. Gente apremiada por planes que se han puesto en marcha y de los que ellos son engranajes. Saltando por techos. Manejando autos. El gozoso mecanismo de intentar salvar algo. A menudo nos olvidamos lo que es narrar la acción con fluidez y con imágenes en las que el espacio se entienda como algo a través de lo cual se mueven los personajes, que ofrece oportunidades y obstáculos.
8. Por eso es tan importante el personaje de Sergio St. Carlos: conseguite un hombre que pueda hacer ambas cosas: la revolución y esperar. O, mejor dicho, la revolución y hacer como si no la estuviese haciendo. El tejido de las redes subterráneas que funcionan mientras no son descubiertas. La capacidad de escapar tomándose unas latas de cerveza Modelo. Hay que estar tranquilo, no hay que volverse loco.
9. Es una película que encara el dilema estadounidense de cabeza: la única forma de reformar ese sistema enfermo es la revolución, pero la revolución armada entendida en los términos del siglo XX es una imposibilidad en Estados Unidos. La película propone que la revolución fracasa y que la revolución es algo de perdedores porque el poder del Estado es demasiado capilar, fuerte, arbitrario. La maza del monopolio de la violencia legítima cayendo una y otra y otra y otra vez sobre las poblaciones que logran organizarse y desgarrando el trabajo cuidadoso de años en unas horas y unas cuantas acciones de violencia.
10. A la vez, es sabida la tragedia de la revolución: se devoran a sus hijos. No hay ningún proceso exitoso de estabilización de una revolución que no haya implicado, históricamente, la traición, cesión, o moderación de algunas de sus metas utópicas. Demasiadas directamente han aniquilado a las fuerzas que las llevaron ahí. Como si no se pudiese escapar de la etimología que hace de revolución un movimiento circular. One Battle After Another propone que la revolución es algo que se hereda a los hijos. La lucha siempre eterna, inacabada, la posibilidad de arremangarse siempre cíclicamente para empujar la piedra. Pero si la revolución es eterna: ¿es este un legado digno o es una mochila de plomo? One Battle After Another se pone decididamente de lado de la primera opción, lo cual se agradece, porque es lo que hace que la película, en última instancia, sea optimista. Pero: ¿en qué momento uno se choca contra la pared, se cansa, se harta, se agota de que los esfuerzos sean desparramados a los cuatro vientos?
11. Se murió Diane Keaton y para homenajearla vimos Father Of The Bride, una comedia bastante siome de los 90 en la que Steve Martin casi tiene un ataque porque se le casa la hijita a los 22. La película me puso a pensar sobre las estéticas de lo sensiblero: la película es simplona y conservadora en su visión de las relaciones sociales, pero sin embargo hay un momento en que se larga a nevar y él está con su hija en la cancha de basket que tienen en el patio y se abrazan y se emocionan porque ella está dejando la casa familiar y uno, criado en los sentimientos sencillos de las películas familiares del Hollywood mainstream de los 80 y 90, simplemente siente que le tocan un poquito las cuerdas del corazón. Te hace pensar en cómo había algo en la textura de estas películas del status quo pre-digitalización que era diferente a la sensiblería audiovisual actual, que parece hecha para gamificar las respuestas haciendo un checklist de todo aquello que es considerado correcto para apelar a un sentimiento más diverso, pero no por ello menos falso. El dilema de Father of the Bride es un no dilema: uno sabe que esa chica va a ir, va a tener hijos, va a reproducir la sociedad de la forma más estable posible. Uno sabe que Steve Martin fue un padre. Mientras tanto, la paternidad en la película de PTA es una batalla detrás de la otra de un padre muy poco preparado para la misma, que está haciendo lo que puede, y a menudo fracasando mientras vive con justificada paranoia de un gobierno maligno. ¿Una sociedad en la que las estructuras sociales son más estables permite soñar mejor con el futuro, aunque el futuro sea de un solo carril, y ese carril conduzca a la inexorable normalización? ¿Cuándo, finalmente, se ganan el derecho a soñar con la paz y la estabilidad aquellos que están condenados a intentar destruirlo todo para que lo que surja en su lugar sea aunque sea un poquito más justo?











