#40: como me estoy sintiendo ahora
El disco que más escuché en el año es el de los Viagra Boys. viagr aboys se llama y me parece genial desde ese título que me recuerda a las decisiones ortográficas tan singulares de César Bruto, ese personaje compuesto que inventaron Carlos Warnes y Oski en los años 1940 para la revista Cascabel y que escribía como un analfabeto cuyo estilo rompía con la ortografía del español, incorporando mayúsculas ahí donde no iban, poniendo signos de puntuación en cualquier lado y cortando mal las palabras. César Bruto era una especie de filósofo popular que opinaba de todo sin tener idea de nada, y que mezclaba el sentido común más burdo con la lógica dadaísta de la asociación libre, y a veces siento que los Viagra Boys hacen lo mismo.
También tiene una tapa excelente a cargo del pintor Leo Park en la cuál se ve un personaje, un fulano sin ojos, con una boca circular que remite a los peces o al fellatio, orejas de duende y un gorrito cónico al estilo de los sombreros de burro que colocaban a los niños cuando los mandaban a la esquina por portarse mal en las escuelas. Un sujeto despersonalizado, un maniquí o crash test dummie, cuya falta de ojos impide asomarse a su alma, y cuyo cuerpo parece predispuesto a ser una superficie de placer del siglo XXI, plástica y lejana. Pero también apunta a cierto mundo de referencias punk, el goon, el hood, el rufián que actúa por impulso sin importarle nada porque está aislado de los estímulos del mundo, del otro, controlado por control remoto. En la frente tiene tatuado løs, que significa “suelto” en danés y sueco antiguo. Viendo un poco más de la obra de Park me encuentro con cuerpos y partes corporales lisas, círculos como bocas de muñeca inflable, esferas con puntos que parecen tetas, tatuajes y cosas que parecen penes apiladas una sobre otras como legos. Me recuerdan a los cuerpos blandos de Tarsila do Amaral, pero con una carga sexual mucho mayor.
Si conocen la cara y el cuerpo de Sebastian Murphy, el cantante de Viagra Boys, entienden la referencia a “suelto”: Murphy tiene el cuerpo todo tatuado, una barbita-pelusa, usa anteojos oscuros, joggings caídos, porta una prominente panza de cerveza y actúa como el borracho europeo clásico del transporte público: un tipo que puede darse el lujo de ser un fisura porque vive en socialdemocracias con estado de bienestar y una amplia red de contención social. Yo me comencé a enamorar de ellos, a pesar de haberlos escuchado durante bastante tiempo, cuando vi su efigie en el video de “Sports”, una canción de bajo atronador que está en Street Worms, su primer disco. Ahí está en una cancha de tenis desgarbado y moviéndose con desgano, alguien que está muy lejos del atleticismo, cayéndose sobre cosas, entre ligeramente borracho y totalmente borracho.
“viagr aboys” es un disco que encuentra su pulsión entre las dicotomías carne virtual y carne real, y reviente y privilegio, y como muchas veces el reviente es un subproducto del privilegio. En “Man Made of Meat”, la extraordinaria primera canción, cantan “I am a man that’s made of meat / and you’re on the internet looking at feet”. Antes dicen “If it was 1970 / I’d have a job at a factory”. Y antes: “I don’t want to pay for anything / Clothes and food and drugs for free”. La decadencia del trabajo industrial, su reconversión en realeza de las industrias culturales, la digitalización del deseo que lleva a la anulación de la libido y el deseo de cosas gratis para seguir acumulando lo superfluo en un magnífico estribillo que es de los más pegajosos del año.
El disco entero está lleno de esas letras absolutamente absurdistas y alucinadas: “Stood on a mountain and I turned to dust / Little green worm said it wasn't enough / So he turned me back into a bag of meat / Gave me a liquor from a nеarby tree” (“Pyramid of Health”); “Remember that dude? / Remember that dude who looked like a raisin dressed up to go to a party?” (Waterboy); “Some say the dirty boys aren't even human / When they're born they come out crawling from the mud / And they say that they don't sweat / Somehow they're always wet / And you can cut them, they've got gasoline for blood, oh” (“Dirty Boyz”).
Canciones llenas de cancherismo y a la vez de sordidez, pero una sordidez que se torna ridícula, como si estuvieses hablando solo con entidades imaginarias en la esquina de una fiesta. El narrador parece alguien atónito y estupefacto, incapaz de lidiar con los estímulos a su alrededor. La música es punk hermoso y pegajoso como la melaza que arranca con un himno, e incluye un tema cuasi country con altas dosis de ayahuasca (“Pyramid of Health”), una canción que recuerda a las exploraciones nocturnas de pandillas imaginarias de William Burroughs (“Dirty Boyz”), y con un tema repetitivo y cuasi drone sobre el cuál Murphy cuenta una historia alucinada que menciona cultos, hombres sombra, viejas tumbas en las entrañas de Nueva York, el Tridente de Poseidón en manos de los Navy SEALs, y que recuerda a algunas de las demencias de Gibby Haynes con un sonido deudor de Pere Ubu (y hay que preguntarse cómo es que la influencia de Pere Ubu permea a tantas bandas post punk actuales que poco y nada mencionan a Pere Ubu como influencia) (“Best In Show IV”). Finalmente termina con un tema de amor construido sobre un piano que en tres estrofas habla de lo lindo que es estar con alguien sin obviar imágenes de comida china rancia y botas sobre el cuerpo (“River King”).
Los Viagra Boys ocultan el privilegio con el absurdo como la única forma de entender un mundo que ven a través de una cortina de drogas compradas con euros del seguro de desempleo, actúan como hombres topo que buscan escapar de la alienación contemporánea encontrando los inadaptados más border que hay, se insensibilizan con las pantallas y se ríen de su propio cerebro quemado por sobre-estímulos. Gordos, borrachos e impasibles, se frotan contra las paredes de su squat de renta controlada de Estocolmo y se contagian pulgas voluntariamente.
***
Nunca supe qué hacer en el rol del cuidador. La entrega que implica cuidar de alguien choca con la centralidad del yo que condiciona mis movimientos. Estar al servicio implica que tu tiempo no es tuyo. Interrumpir, prestar atención, estar a disposición de, son el opuesto de una idea del tiempo como una región eternamente explotable en mi propio beneficio. Incluso si decido desperdiciarlo a través de la procrastinación. También ahí está la autoexplotación y la competencia: pensar que, si no se está haciendo algo, creando algo, en cada momento, se está desperdiciando el tiempo. La lógica protestante de que la única salvación es a través del trabajo. Qué paradoja dolorosa que para alguien a quién el contacto humano es tan esencial le cueste tanto el servicio al semejante. Súbitamente tenés que hacerlo y es como si el evento fuese un muñeco de goma lleno de agua al que hay que ir parchando continuamente. Y esos parches ni siquiera garantizan la vuelta del vital elemento a las articulaciones y el semblante. También uno se sorprende encontrando fortaleza donde pensaba que no la había. Siendo capaz de resolver cosas con una prudente distancia de sus sentimientos. La masa psíquica se vuelve pesada y es una cuestión de dispersar la tensión y acompañarnos en nuestras heridas de guerra. A veces uno se da el lujo de tener esperanza, pero la cuestión es día a día y hay que estar siempre atento. A veces uno se siente útil pero no hay que dejar que eso inflame las llamas del ego. A veces uno entiende la vocación de servicio universal del catolicismo, se vuelve místico, agradece al universo. Y luego se desempolva los pantalones y vuelve a estar preocupado.
***
Me causa gracia el discurso que anda circulando sobre Bad Bunny luego de DeBÍ TiRAR MáS FOToS y su Tiny Desk. “Ahora sí hizo algo adulto y conmovedor, su música da una vuelta y encuentra en la salsa la tan anhelada legitimación”. Es un discurso que se asienta en una idea de primacía de lo analógico sobre lo digital, nostálgico. En parte porque Benito recupera percusión, piano y coros que indican que hay un alguien detrás de la producción de sonidos. Al fin, el trap y el reggaeton sintético es reemplazado por músculo. Y un músculo que tiene un tendón que conecta directamente con la memoria y la cultura colectiva. Y ya sabemos que a los críticos de música nos gusta mucho la idea de un artista que puede ser leído sociológicamente, como el emergente y simplificador de ciertas injusticias e identidades, un artista que se vincula con lo auténtico de tal forma que nos hace olvidar por un ratito el negocio despiadado de la industria musical. En parte es culpa de ese espantoso formato que es el Tiny Desk, una operación de la respetabilidad que termina achatando cualquier particularidad de la música en un funk de estudio tocado con la misma frialdad y profesionalidad con la que se componen esas bandas de estudio que no cuentan con un vínculo emocional ni histórico con el artista destacado.
Antes de seguir: DTMF es un discazo. Pero no es un parteaguas inaudito en la carrera de Bad Bunny. Si nos atenemos a la lógica de los géneros musicales, desde su primer disco, el extraordinario X100PRE, el Conejo se destaca por su fidelidad a un canon personal de sonidos que está inmediatamente conectado a su memoria afectiva. Lo primero que se escucha en ese disco es una guitarra caribeña que remite directamente a Puerto Rico, y los beats de “Ni Bien Ni Mal” están aderezados con sabrosas maracas. En “Tenemos Que Hablar” ya se vestía con las bermudas caídas de Blink 182. O la referencia a “Chica de Ipanema” de “Si Veo A Tu Mamá”. O el cierre con un tema del Trio Vegabajeño en EL ÚLTIMO TOUR DEL MUNDO, quizás su disco menos destacable. Sin mencionar que cuando hizo su gran apuesta (exitosa) por el popetón con Un Verano Sin Ti, el disco era una cornucopia de influencias y ruidos, a menudo en la misma canción. Incluso en su disco más directo, más cabeza, nadie sabe lo que va a pasar mañana, “Yo No Me Quiero Casar” es un vergel de referencias a la historia del reggaeton, con Frankie Boy sampleado directamente de los cassettes de DJ Playero, y Tego Calderón y Yandel presidiendo sobre la misa interrumpida como estatuas de santos.
En fin, nada, es aburrido escribir contra hombres de paja, pero qué cosa la cuestión del prestigio en un artista que la tuvo clarísima desde el primer día.
***
¿Cuánto se cifra en una casa familiar? ¿Cuánto se deposita como un tesoro inmaterial en tener una pila de ladrillos donde uno creció y puede volver? Siempre fue algo que di por sentado. Ahí subsiste el Pasaje Gardel 1240 (y me pregunto si en el azar de una dirección con ese nombre se conjuga una de esas casualidades que son causalidades del universo), una infinidad de ladrillos que ha ido creciendo al ritmo del progreso económico, los deseos de confort y, también, a veces, la agitación materna. Como toda casa en donde se ha vivido ininterrumpidamente durante casi 40 años, también es una abundancia de objetos que se abarrotan en armarios, cómodas, cajones y estantes; algunos útiles, otros privados de toda función por el paso del tiempo y la pérdida del contexto que les daba sentido. El repositorio también de todas las otras casas que fueron casas familiares y ya no existen; la llegada de cosas que se resguardan con la máxima “algún día serán útiles”, o “da pena su descarte por su costo original”; o “este será un problema del futuro”. Una casa como esos libros infantiles que venían con una lámina de acetato que, al pasarla y colocarla sobre el dibujo impreso en papel, revelaba nuevos animales o monstruos o detalles. Como el multiverso de DC Comics, en el cuál todos los mundos vibran a la misma frecuencia y es una cuestión de sintonizar el correcto. Por eso Flash cuando acelera y vibra se convierte en muchos y luego vuelve a ser único. ¿Qué queda de una memoria cuando los espacios que la alojan desaparecen? Pasear por las calles de Tucumán es también que mi madre me diga “ahí quedaba la casa familiar de la San Lorenzo” (ahora hay un edificio que en su momento fue moderno y ahora está venido abajo, con consultorios médicos) o “ahí vivía yo, en el pasillo”. O ver la foto que comparte un amigo publicitando su taller de fotografía y reconocer el 12X, ese departamento en la terraza de un edificio, que originalmente pertenecía al portero, en donde vivía mi amigo el Ciego y pasamos tantas noches. Una casa familiar también es un lugar donde depositar los objetos que no sabés donde dejar. Las revistas que leíste de adolescente, los flyers de recitales punk tucumanos y la caja de juguetes de tu infancia que no querés tirar. ¿Cuándo es acumulación y cuándo es archivo? Años enojándome por los objetos rotos y descascarados que se hacinaban en la casa, por los gatos en exceso a los que nunca les enseñaron a ir al baño. Y de pronto uno de ellos no puede más y lo tenés que llevar a sacrificar, y se le sale la vía de la vena y vos solo querés que todo termine. Y al unísono ahí hay una pieza llena con restos de tus años formativos. De alguien que se sorprendería de conocerte. Una fantasía recurrente: el encuentro de varios yos a lo largo de tu cronología. ¿Qué tendrían para decirse? ¿Querrías escuchar?
***
El otro grandísimo disco de rock que salió este año (estuve más rockero este año. Cada año tiene sus escuadrones: el 2023 fue de la electrónica y el 2024 fue del hip hop, este año parece que es el rock, ¿¡de nuevo!?, pensé que habíamos enterrado a ese hijo de puta) es el de Turnstile. ¿Qué hacés cuando te volvés la banda más grande del planeta, al menos para los connoisseurs? Bueno, primero te vas de gira mostrando que sos una cosa apoteósica en vivo, con un baterista (Daniel Fang) que toca un solo larguísimo pero primordial, con un groove que despedaza las caderas, un espíritu improvisatorio jazzero y una fuerza que recuerda que la batería es el más físico de los instrumentos, que los bateristas están todos locos, y que sin embargo los necesitás porque sin un buen baterista tu banda es un flan aburrido y sin potencia. El tipo, encima, programa las bases. Qué loco lo que me pasa con Turnstile que todos los vicios que me embolan en el rock con ellos me encantan. Bueno, decía, te vas de gira y después te tomás tu tiempo y grabas un disco en donde, no sé cómo, sos más y menos hardcore al mismo tiempo.
NEVER ENOUGH tiene tapa de cielo azul y arco iris y comienza con unos tecladitos que empalman perfectamente con la estética del disco, parecen los teclados de un plano secuencia que se abre sobre un pueblito norteamericano de los 1950s y Brendan Yates canta “Running from yourself now / Can't hear what you're told / Never let your guard down / Anywhere you go”, una estrofa de escape, pero también de desconfianza y de afirmación de la voluntad. ¿Cómo se sale de la trampa de haberse convertido en la banda de rock más apreciada del planeta? Siendo cabeza dura y doubling down en lo que te hizo llegar ahí. El tema tiene dos estrofas y un estribillo, que primero se presentan de esa forma diáfana y luego aparece la guitarra de “Freaky” Franz Lyons, una guitarra de hardcore clásica, clasiquísima, para que Yates repita lo mismo, pero con el acompañamiento de la furia. Ese es el truco de Turnstile: tienen un interruptor entre la dulzura y el enojo.
El disco es un arco que oscila entre esas tonalidades. Un segundo, tercer, cuarto tema que son hardcore de manual, ganas de hacerse pingo en el mosh pit, luego un centro de cuidada electrónica bailable, y finalmente de nuevo el hardcore hasta cerrar con “Magic Man” en donde cantan “Wandering the world, but the world's got a plan of its own” y “Always in the wind, while you're slipping through the hands that you hold”. Las letras de Turnstile son medio básicas: no tienen la poesía drogadicta de Viagra Boys (otra cosa loca: con estos dos discos volví a leer letras como si tuviese 15, le hubiese robado el microcomponente a mi hermana y estuviese tirado en la cama de mi habitación con los auriculares con cable de mi papá puestos mirando el librito de un CD) pero en este disco todas hablan sobre la desconexión, la pérdida, la sensación de estar dividido, la forma en que la ausencia y la huida hace nuestros lazos más tenues. Tu mano se desliza de la que la sostuvo siempre, como si fueses Tom Cruise aferrado al fuselaje de un avión y no pudieses sostener a tu amada de turno, que no tiene la monomanía y el estado físico que tenés vos, y se pierde en el vacío estrellándose contra las rocas.
Si yo tuviese 15 años (y a veces siento que tengo 15 años) este sería mi disco favorito del año.
***
Es todo una cuestión de escalas. Cajas adentro de cajas: de la ciudad grande pero provinciana a la capital a una capital del mundo. Irse con ganas de triunfar, pero tener que volver para lograrlo. ¿El pez chico en la pecera grande o el pez grande en la pecera chica? Irse siempre implica una angustia hasta que te acomodás y te olvidás de lo que te producía angustia al coste de olvidarte también de lo que te ataba a la tristeza. Perder, entonces, una parte. Hablo con un amigo que me dice “Tucumán es lo viejo y lo viejo funciona” entre risas, pero más serio me dice “La gente que más extraño está acá y yo quiero pasar tiempo con ellos”. Irse es dividirse para siempre. Hablo con gente que me dice que están bien acá, pero también tienen mil quilombos. Volver también te reconcilia. En este viaje estuve hablando mucho con mi mamá de nuestra historia familiar. De la locura que circuló en algún momento y de cómo se cortó. Mi mamá me cuenta la historia del suicidio de mi bisabuelo, atormentado por la locura de su hijo, mi tío, una historia que ya me narró en algún otro momento y yo olvidé, e imagino ese Tucumán polvoriento y minúsculo de 1933 en el que salió una tarde saludando a mi abuela con una caricia en la cabeza, para meterse en un hotel del Bajo y ya no volver. Dejó dos cartas: una a su familia y otra a la policía. Mi tío abuelo, el Ñato, se llamaba Julio César, y creía que vivía en la Antigua Roma y que conocía a grandes emperadores. La historia me recuerda a Las Ratas, de José Bianco, pero también a la historia de la familia Lugones, al tizón ardiente de la locura en las familias en una época en que no se hablaba de ello. Mi padre me regaló Las Ratas en una edición del Ministerio de Cultura que pertenecía a la colección Vamos a Leer, editada pocas semanas antes del estallido del 2001. No la leí hasta muchos años después, como tantas otras recomendaciones de mi padre, una lista inmensa de la que sigo rascando la superficie. Hablo con mi hermana de las formas en que la familia se reconfiguró luego de la muerte de mi abuela, que era la matriarca del amor. Mi mamá me dice “Ella nunca dejó que ese evento oscurezca su carácter. Siempre veía lo lindo de la vida”. Durante todos estos años me pregunté que hubiese opinado de mi estadía en Alemania. Me imaginó su voz llegando a través del teléfono de una llamada imposible, sorprendiéndose de las rarezas teutonas y riéndose. Mi abuela nunca usó celular. De a poco uno pregunta y recuerda cosas, busca sus antecesores, construye su propia genealogía familiar, aunque haya estado peleado mucho tiempo con ella, porque se quería hacer el punk en una situación económica y familiar que no le daba argumentos para ello, una situación de abundancia y comprensión. Y de esa forma se arraiga, aunque muchas otras cosas amenacen con terminarse.