#28: Trabajo, Vida Amorosa, Misceláneas
Hola, amigxs, y bienvenidxs a otra entrega de El Evangelio del Coyote, un newsletter sobre arte, política y basura. En esta ocasión: un comic, una reflexión sobre los objetos, una serie y una película.
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Me leí todo el Deathstroke de Christopher Priest, una de las deudas pendientes que tenía con el DC Comics de los últimos años. Cada vez estoy más alejado de esta editorial, la cual publica muy pocas historietas atractivas y que se convirtió en una enorme repetidora de Batman. La DC Comics de hoy es una editorial esquizofrénica que está obsesionada con la arquitectura de su universo ficcional a la vez que reduce cada vez más su interconexión y multiplica las historias fuera de continuidad. Pero eso es un tema para otro día.
Deathstroke era uno de los últimos runs [se le dice “run” a un período en el que un comic de superhéroes estuvo escrito y dibujado más-o-menos por el mismo equipo creativo] “de autor” prolongados que me interesaban. El personaje es un villano, creado por Marv Wolfman y George Pérez para enfrentarse a los Teen Titans, ese equipo que en un principio consistía de los sidekicks de la Justice League, y que Wolfman y Pérez relanzaron en los tempranos 80s con Robin al frente y un grupo de nuevos héroes que estaban destinados a redefinir el grupo de adolescentes, con traumas e historias más “realistas”. Deathstroke es una variación sobre un estereotipo que le ha dado de comer mucho a los comics: el del asesino a sueldo hiper competente y amoral que hace todo por el dinero y al que es muy difícil detener por su combinación de preparación, implacabilidad y disposición a hacer todo lo necesario. Es un poco Wolverine sin el aspecto feral y la pérdida del control. Es un poco Punisher, pero sin la ficción de que lo que está haciendo es en alguna manera un acto heroico. Además, y esto es un elemento que se volverá cada vez más controversial con el tiempo, es introducido como un predador sexual y psicológico que se aprovecha de una adolescente para poner en práctica su plan de venganza contra los Titanes. El reverso de aquello que se supone que los héroes adultos hacían por sus sidekicks.
Por otro lado, tenemos a Christopher Priest, un gran escritor a menudo marginado de los grandes personajes. Si bien Priest tiene más de 40 años de carrera en la industria del comic, fue recién a fines de los 90s cuando le dieron un personaje no de la B sino de la C, un rey africano que se vestía de pantera y que tenía vínculo con los 4 Fantásticos y los Avengers. Priest agarró al personaje y lo dio vuelta, lo volvió un espía, un monarca, una mente maestra y un hombre al cual el fin (la independencia y engrandecimiento de la gran nación de Wakanda) era más importante que los medios. O sea, lo volvió el personaje que veinte años después Marvel usufructuaría con gran éxito en el cine.
Priest, siempre fue un tipo que no tenía miedo de hablar de lo que le molestaba o le indignaba. En los últimos años, esto incluyó su rechazo a que lo encasillen como «el escritor negro que escribe sobre personajes afroamericanos». Describiría su estilo de escritura como elíptico. Las historias de Priest siempre están llenas de planeadores, personajes que están continuamente intentando outsmartearse el uno al otro y por lo tanto son prolíficas en estructuras de cajas dentro de cajas, en las cuales el lector nunca termina de saber toda la información que saben los personajes principales y en que mucho del trabajo de recomponer la historia descansa sobre la cuidadosa atención de quién lee. A veces esto puede ser frustrante, y llevarte a la confusión y la sensación de que faltan páginas o pedazos de la historia, pero cuando funciona es excelente porque la obsesión de Priest, el tema sobre el que tratan muchas de sus mejores historias, es aquellas cosas que los hombres poderosos y sanguinarios hacen en las sombras, los extremos hacia los que llega el pragmatismo y el instrumentalismo. Casi todos sus protagonistas son hombres con una ética en extremo comprometida en pos de algún fin que consideran más importante. No me sorprendería que Hickman lo haya leído atentamente.
Deathstroke es un personaje, por su parte, que desde su creación conectó con los lectores (el fanático del comic de superhéroes es muy de amar al rogue amoral) lo cual llevó a que DC le dé cada vez más espacio. Y de esa forma Deathstroke se convirtió en un protagonista, un antihéroe, y luego un villano ya no de los Titanes, sino de todo el universo y de la Liga de la Justicia a partir del 2003. Lamentablemente, esto no estuvo acompañado de buenas historias, ni de una evolución del personaje, así que desde hace dos décadas que leemos historias de Deathstroke realmente malas.
Priest encuentra en él el perfecto complemento para sus obsesiones. Slade Wilson (el verdadero nombre de Deathstroke) es como T’Challa pero sin el factor de responsabilidad personal, estatal y comunitaria. Y lo que Priest hace con él es llevar hasta las últimas consecuencias el estereotipo del asesino infalible y sociópata. Una de las preguntas que se hace, y que me parece de las más interesantes, es ¿qué tipo de familia surgiría de un personaje así? Porque Deathstroke tiene tres hijos, uno más roto que el otro. Y una ex mujer que lo odia, y quiere asesinarlo. Priest traza las grietas de lo que significaría tener por padre a un tipo que es incapaz de expresar emoción de una forma razonable y humana (por ejemplo: para tener una excusa para pasar tiempo con su hija publica un contrato sobre su cabeza, de modo tal de que la investigación sobre “quién quiere matarla” les dé tiempo juntos) y lo que produce es una familia de gente completamente pirada, manipuladora y rota de distintas maneras. Esto es una inversión macabra y sarcástica del concepto de “legado”, tan central al Universo DC hace al menos tres décadas. La idea de que hay héroes que, a través de su ejemplo, dejan a sus sucesores y que la identidad superheroica es un augusto linaje. Priest también inventa una serie de personajes secundarios que se suman a esta familia completamente irracional, y entre los cuales uno de los más divertidos es The Red Lion, una parodia de Black Panther en la cual todo aquello que es noble y justo de T’Challa se invierte porque quién está debajo de la capucha es un dictador africano a perpetuidad que asesina opositores y siembra el terror.
Lo segundo que hace Priest es extremar el tropo del asesino infalible y sin sentimientos, lo que termina produciendo un personaje principal que es un agujero negro en el corazón de la historia, un personaje cuyas motivaciones cambian pero que parecería no estar realmente ahí porque no tiene sentimientos ni nada identificable con lo humano. Es un personaje interesado puramente en ganar y en lograr su objetivo de la forma más eficiente y directa posible. No hay redención y, en un punto, tampoco hay simpatía posible con un personaje de esas características. Deathstroke es, nominalmente, el protagonista, pero en realidad quienes llevan adelante la serie son todos aquellos que se ven arrastrados a su órbita. Deathstroke es una flecha: solamente le interesa alcanzar el blanco.
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Estuve pensando mucho en los libros. En los que uno tiene, en los que uno dejó atrás, en los libros que uno no compra porque no tiene espacio y en aquellos que compra a pesar de todo. La verdad que extraño bastante mi biblioteca. La verdad que casi no compré libros desde que me mudé. No quiero tener que lidiar con su peso cuando me mude de nuevo. Me cuesta mucho desprenderme de ellos. Cada libro cuenta una historia y puedo recordar exactamente cómo lo conseguí, de dónde vino y en qué momento de mi vida. En general me pasa eso con los objetos. Deposito una enorme carga de memoria en los mismos. Y como tal, se convierten en partes de mi pasado que me cuesta abandonar.
La entrega anterior dije que no colocaba un gran valor en la nostalgia, pero quizás en realidad lo que hago es tercerizarla en objetos. Lo cual se conecta profundamente con mi necesidad de poseer, de alguna forma (puede ser digital), aquello que me importa. Me costaría mucho vender un libro, incluso uno de los malos o baratos que compré en mi adolescencia. Simultáneamente y paradójicamente (quizás) hace años comencé a intentar comprar la menor cantidad de libros posibles y de migrar todo lo que pueda leer a la virtualidad. Evito las librerías. En parte para no cargar con el peso literal, en parte para no lidiar con la carga emocional (lo cual son dos variaciones de lo mismo). Los únicos que seguía comprando eran de historieta argentina y libros visuales.
La mayoría de los libros que tengo en este país los encontré en la calle. El otro día, en el basurero del edificio, hallé varios de fotografías de Berlín, publicados en los años 1960s y 1970s. También encontré un libro de un caricaturista alemán llamado Heinrich Zille, quien publicaba a finales del siglo XIX y principios del XX en Simplicissimus, una de las revistas más notorias y famosas de caricatura y sátira alemanas, y graficó la vida de las personas que se mudaban a Berlín buscando trabajo en la creciente metrópoli industrial y terminaban viviendo en las villas y caseríos que crecían alrededor de las fábricas, en situaciones lamentables.
El hallazgo también me hizo pensar un poco en una idea fija que te asalta frente a la proliferación de mercados de pulgas repletos de objetos antiguos: aquí murió un viejx y están vaciando su departamento.
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Lo otro que terminé en estos días fue Better Things, la magnífica serie de Pamela Adlon. Originalmente concebida por Adlon y Louie CK (ella actúa como el interés romántico de Louie en casi todas las temporadas de su serie), las primeras dos temporadas tienen varios episodios que fueron co-escritos por Louie C.K. o fueron dirigidos por él, una relación que se corta por completo cuando en el 2017 Louie admitió haberse propasado sexualmente con cinco mujeres.
Esta advertencia no busca cancelar por asociación sino advertir y llamar la atención de que la serie tiene un tono muy similar a Louie, particularmente en su uso de escenas con personajes random con los cuales la protagonista se encuentra, tiene una breve conversación y alcanza algún tipo de pequeña epifanía cotidiana. También hace uso de escenas ligeramente fantasiosas que sirven como un break del slice-of-life a la que se dedica.
El programa sigue la vida de Sam Fox, una actriz que tuvo éxito como actriz infantil y ahora está en Los Ángeles joseando como cualquiera, haciendo voces de dibujitos animados y bolos en series y películas de zombies mientras cría como puede a sus tres hijas: Max, Frankie y Duke. Cuando comienza la serie Max es peleadora e insoportable, en el peor momento de la adolescencia, Frankie es una chica intelectual y snob con una expresión de género andrógina y Duke, la más chica, es adorable, encantadora e inocente. Al lado de su casa vive Phillys, la madre de Sam, quién es una vieja metiche que oscila entre lo simpático y lo odioso y tiene algunos problemas neurológicos que van acentuándose a medida que avanza la serie.
Trata, obviamente, sobre los desafíos de la maternidad y particularmente sobre los desafíos de la maternidad con un padre ausente, un desastre que pocas veces les da pelota a las chicas. Pero lo que comienza con una madre sobrepasada intentando llevar a sus hijas a distintas actividades y hacerse cargo de su propia vida se convierte con el paso de las temporadas y el crecimiento de las pibas, en una serie sobre el momento en que lxs hijxs dejan la casa y los progenitores recuperan un poco de libertad, pero no saben que hacer con ella. Con el tiempo, el foco vira a Sam y su relación consigo misma, su aislamiento emocional e incapacidad de continuar con su vida más allá de sus roles de madre y de soporte para su ex. Adlon construye en Fox un personaje que es simultáneamente cariñoso y distante, ubicado y metiche, que cuida pero que tiene sus límites emocionales, en particular con su madre, a quién pocas veces puede tolerar. Es el mejor tipo de madre posible, pero no es de ninguna manera una madre perfecta, y en ese tira y afloje con sus hijas, que a la vez va cambiando de dinámica a medida que ellas crecen, se desarrolla la serie.
Me pareció muy lindo el ritmo relajado y la sensación de que estamos simplemente viendo la vida pasar, sin grandes revelaciones, ni grandes giros del guión ni momentos pivotales. Se toma su tiempo para hacer su punto, hay personajes que aparecen, son importantes y luego desaparecen, hay capítulos que son como colecciones de sketches… Y en el medio de todo eso hay una trama que va avanzando muy lentamente. Me gusta también, mucho, el personaje de Sam Fox, esa mujer sarcástica y que parece que está siempre un poco contrariada y exhausta, y que desarrolló una coraza de escarabajo para lidiar con las decepciones de la vida y de la gente. Me gusta que es una serie que se hace cargo de la gran verdad de la paternidad, que pocos dicen, pero todos sabemos: todos los padres te joden la cabeza, incluso aquellos que tienen las mejores intenciones, de distintas maneras, pero te la joden al fin.
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Y hablando de cosas situadas en California y de obras en las que parece que la vida simplemente está pasando, vi Licorice Pizza, la película del momento en Twitter. Tengo que confesar que no me voló la cabeza de una, pero si me gustó mucho y cuánto más la pienso más me gusta. Algo que suele sucederme con las películas de Paul Thomas Anderson.
Es como un compendio de todo lo bueno del Paul Thomas Anderson más luminoso y cómico. Tiene cosas de Boogie Nights (un poco la época, aunque Boogie Nights comienza más tarde y llega más lejos, un poco la idea del refugio en los vínculos elegidos), de Punch Drunk Love (es otra historia de amor entre weirdos, solo que estos weirdos están adaptados a la vida social y construyen su propio mundo) y de Inherent Vice (particularmente la idea de usar la California de los 1970s como una especie de parque de diversiones lleno de personajes). Es una película muy bella, muy wholesome, en otras épocas diríamos: un canto a la vida.
Sobre todo, se sostiene en la construcción de dos personajes principales increíbles como Alana Kane y Gary Valentine. Una es una joven cuyo crecimiento parece detenido en el tiempo: vive con sus padres, en la habitación de su adolescencia, tiene trabajos de mierda que no la llevan a ningún lado, y pareciera no encontrar nada que la entusiasme mucho. El otro es un adolescente que parece más grande de lo que es, un verdadero buscavidas. Cuando comienza la película es un actor, pero luego se pasa al negocio de vender camas de agua y al final de la película es dueño de un emporio de pinball. Este personaje me gustó sobre todo porque me recuerda a ciertos niños genios de los comics. Tiene algo de Ricky Ricón sin la plata, algo de Archie Andrews sin la pusilanimidad, algo de Parker Lewis con menos cancherismo. Gary Valentine, que además está interpretado por Cooper Hoffman, el hijo de Phillip Seymour, es una gran apuesta de PTA por la fantasía: su madre es su empleada, nunca vemos a su padre, su independencia es absoluta, y es capaz de crear, de la nada, una burbuja en donde la lógica de la adultez se mezcla con la lógica del juego de la niñez, con los veranos ilimitados, con las pandillas de amigos que te acompañan en tus aventuras. Alana Kane, por su parte, está interpretada de manera magnética por Alana Haim, quién tiene una sutileza, un rango y un manejo de las reacciones y las situaciones increíble. Su Alana es vulnerable, decidida, soñadora, pragmática. Si bien Gary Valentine, para mí, es el personaje más temáticamente interesante, la película se sostiene en la tremenda actuación de Haim.
Algunas pocas personas se escandalizaron por la diferencia de edad entre sus protagonistas (qué hubiesen dicho si Harold & Maude se estrenase hoy) pero la película siempre los pone en un plano de igualdad, tanto por la demora en madurar de Alana como por la precocidad de Valentine. Es una película sobre amor a primera vista que se dilata por la diferencia de edad y cuyos protagonistas están todo el tiempo buscando excusas para posponer su encuentro. Gran parte de la diversión de la película corre a cuenta de ver el baile de atracción y rechazo de Alana y Gary, que van y vienen, se dan celos, se presumen con otras personas, luego se acercan de nuevo, tienen peleas de pareja sin ser parejas, arman negocios y luego se distancian, todo como una larga procrastinación para no terminar juntos porque se supone que no es lo correcto. No por nada se la pasan corriendo: huyendo el unx del otrx y también buscándose.
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Y con esto llegamos al final. La recomendación musical de la semana es el hermoso primer disco de Secos & Molhados, nave insignia del tropicalismo brasileño. Nos vemos cuando nos vemos, cuídense mucho y ¡Godspeed!