#23: Flâneurs, Inadaptadxs y Brutales
Hola, amigxs! Bienvenidxs a otra entrega de El Evangelio del Coyote, un newsletter sobre arte, política y basura. En esta ocasión, volvemos a la programación habitual, con una serie documental y una comedia estrechamente vinculadas y particulares; y una canción increíble que descubrí en la última semana. Estamos tomándonos un poco flexible el tema de las fechas de salida, pero es lo que hay ¡Vamos allá!
Newyorkinxs Ansiosxs
Hacía meses que mis amigxs me decían que tenía que ver How To With John Wilson, que era genial, que encima era cortita y fácil de ver. Había algo curioso, sin embargo, en su recomendación: nadie podía explicarme su contenido. Todxs me decían que era documental, que era un vago que filmaba obsesivamente todo en su Nueva York natal y que hacía algo muy inclasificable y especial. Pero nadie me podía decir de “que” trataba.
Así que cuando finalmente me senté a verla no tenía un panorama muy claro de con que me iba a encontrar. El formato, sin embargo, es bastante sencillo: John Wilson, el director, creador, escritor, protagonista y narrador de la serie, parte de una pregunta: ¿Cómo hacer small talk?, ¿Cómo proteger tus muebles?, ¿Cómo dividir la cuenta? La serie se presenta, superficialmente, como una guía que te ayuda a resolver estos pequeños problemas de la vida cotidiana que nunca nos hemos puesto a pensar de forma seria. Pero pronto se revela como algo más, como una exploración guiada por la asociación libre de aquello que nos conecta con otras personas y de como vivir juntxs en una gran ciudad.
Wilson parte de la pregunta, pero pronto sus merodeos por la ciudad en la que vive y ama lo llevan a las derivas más increíbles y lo conducen a los personajes más fascinantes, haciendo que la pregunta inicial pierda importancia frente al diálogo que se abre con estxs sujetxs. Wilson quiere mejorar su memoria, y por casualidad conoce a un tipo que es el encargado de seguridad de un supermercado, pero cuya verdadera pasión es el Efecto Mandela y como combatirlo, y termina viajando a una convención de creyentes y devotos del Efecto Mandela que le muestran sus panfletos y libros en donde intentan Darle Un Sentido A Todo. Wilson quiere aprender a dividir la cuenta de la manera más justa y termina en una cena de la Asociación de Réferis de Fútbol (Soccer) de Nueva York que se revela como un paraíso de la iniquidad. Wilson quiere aprender a cocinar el mejor risotto del mundo y se encuentra con un sujeto que quiere enseñarle a hacerlo basado en instrucciones que se contradicen segundo a segundo.
Este aparente fluir de la conciencia, que en realidad es un fluir por la ciudad, encontrándose con toda su plástica maravilla, está acompañado de una capacidad de edición formidable. Wilson es un enfermo mental de filmar, filmar todo, a toda costa, de la forma menos intrusiva posible, con alto grado de sagacidad. Esto quiere decir que el tipo está continuamente atrapando grandes escenas de sus conciudadanxs sin que ellos se den cuenta. Y usa este archivo gigantesco de material para acompañar su voice-over de formas irónicas y curiosas, con un contrapunto entre voz e imagen maravilloso.
La gran coprotagonista de la serie es la ciudad de Nueva York y sus personajes singulares e irrepetibles. Es curioso como las narrativas (periodísticas y ensayísticas) recientes de Nueva York la destacan como una ciudad que perdió el alma, a Manhattan como un agujero sin vida lleno de edificios vacíos, una ciudad que, como todas las capitales del mundo, expulsa cada vez más a sus habitantes para reemplazarlos con inversiones inmobiliarias. Sin embargo, de vez en cuando aparece una narrativa que destaca la existencia, aún, de estos sujetos singulares, de estos personajes con una obsesión o una profesión o una historia completamente singular que, encima, tienen muchas ganas de contar.
Y, a lo largo de toda la serie, también aprendemos un poco de Wilson, quién resulta ser (como si cupiese alguna duda) otro de estos personajes, un obsesivo hermoso que anota cada cosa que hizo en su día desde hace más de 10 años y siempre parece estar detrás de una cámara. La cámara funciona como un proxy que le permite, paradójicamente, conectarse con los otres. Parece una persona bastante tímida Wilson. Pero sin embargo se anima a hablar con sujetos de la más distinta estofa, y se toma el tiempo de escucharlos contar sus historias. Es muy bueno como documentalista porque responde a uno de los principios no escritos del documental que es simplemente poner la cámara y dejar que las personas hablen. Sin embargo, lo que realmente le parecería interesarle es conectar con esas personas, generar meaningful relationships. En un momento, en el capítulo absolutamente glorioso y demencial sobre dividir la cuenta (una obra maestra y una de las mejores cosas que van a ver en la televisión este año o cualquier otro año) se da cuenta de que sus amigxs están pagando la cena de su cumpleaños con una tarjeta corporativa y se pregunta si su cumpleaños no es simplemente otra excusa para deducir impuestos de los consumos y hacerle la trampa al fisco y entra en una especie de cuestionamiento existencial maravilloso. Y no les cuento nada del último capítulo, en donde quiere hacerle risotto a su casera anciana porque sería spoilearlo.
Hace mucho tiempo hablaba con un amigo sobre la existencia y la popularidad de la radio en Buenos Aires. Yo soy de esas personas que no entienden mucho la radio, no encuentro el placer en tener a alguien hablándome al oído cuando podría estar escuchando música. Pero este amigo me dio la mejor respuesta que escuché: “las ciudades están llenas de solitarios”. How to With John Wilson se propone demostrarnos que, incluso en el anonimato de las ciudades, no estamos solos si nos escuchamos los unxs a los otrxs.
Campeón de los ridículos
El productor de How To With John Wilson es Nathan Fielder, un cómico inclasificable que tiene un programa llamado Nathan For You. Nathan For You es una bestia bastante diferente y, para mí, es una firme adscripta de la comedia de la incomodidad. Nathan es un “egresado de una de las escuelas de negocios más prestigiosas de Canadá, con muy buenas notas” que usa su “expertise” para ayudar a pequeños negocios familiares que tienen dificultades económicas o problemas logísticos.
El problema es que las “soluciones” de Nathan son tan enrevesadas y llenas de pasos que suelen ser peores que el problema. Por ejemplo: atar globos de helio a una persona obesa para que pueda andar a caballo. Pero esos globos deben ser protegidos de las aves y las ramas de los árboles, entonces hacen falta dos tipos con unas pantallas gigantes para que las ramas no los pinchen, y un espantapájaros montado en un drone para alejar a los pájaros. Otro: quiere ayudar a un sujeto que tiene una empresa de fumigaciones a conseguir su primer contrato con un hotel. ¿Su solución? brindarles el servicio a hoteles de manera undercover, de modo tal de que los huéspedes no se den cuenta de que están contratando a una empresa de fumigación y no se espanten y se vayan. Entonces plotea uno de los camiones del vago para que parezca que son una asociación que da premios a los mejores hoteles, y arma todo un sistema para que puedan entrar a las habitaciones en secreto que incluye un carrito de mucama modificado y un dragón chino gigante para esconder los colchones que tienen ácaros.
La mitad del humor procede de lo complicados que son los planes de Nathan, que se asemejan a las máquinas de Rube Goldberg, esos aparatos que me obsesionan hace años, inventados por el humorista y dibujante homónimo, que consistían en complicados circuitos para, por ejemplo, romper la cáscara de un huevo duro o para evitar que una alfombra se corra. Pero la otra mitad de la comicidad viene del personaje que interpreta Fielder, que está libremente basado en sí mismo, y que es un aparato completamente asocial que piensa que la tiene re clara y que sus ideas son las mejores de la vida. Debajo de esa seguridad basada en la locura, sin embargo, hay una persona muy sola que anda, como John Wilson, buscando la conexión con los otros. Pero en esa distancia entre quién verdaderamente es y quién cree que es hay una discrepancia tan grande que todas las interacciones que tiene Nathan son completamente vergonzosas y desproporcionadas. Pide que le den el premio al empleado del mes por haber ayudado a un negocio o afirma frente a una cliente que lo único por lo que será recordada en el futuro es por la idea absurda que puso en práctica en su negocio. La mayoría de las interacciones de Nathan terminan con la cara de su interlocutor expresando absoluta sorpresa y desconcierto y con Nathan con una semi sonrisa creepy que traiciona que no entiende absolutamente nada de la interacción humana y que piensa que está haciendo todo perfectamente bien.
Nathan For You es, para mí, uno de esos exponentes de un tipo de comedia muy de moda en los últimos años que es la comedia del cringe. Personajes inadaptados sociales por completo que, movilizados por una idea completamente absurda, se meten en las situaciones más increíbles. Probablemente el forefather de este tipo de comedia fue Arrested Development, que hizo de la incomodidad y de las situaciones de mierda un arte. Y, por supuesto, la Capilla Sixtina de la incomodidad, Curb Your Enthusiasm. Pero fue, creo, recién en los últimos años, con cosas como esto, Review With Forrest MacNeil (otra maravilla demasiado ignorada que tengo que terminar de ver), y cosas más locas como The Eric Andre Show, que se volvió un cierto estado normal de la comedia norteamericana.
Nathan for You es, además, una gran crítica sobre el self-made man, sobre el consultor, sobre el tipo canchero con su propio reality show que promete que te va a cambiar la vida metiendo muebles escandinavos en tu casa o enseñándote a cocinar un huevo duro. Es ¿me animo a decirlo? una enorme crítica al capitalismo que ensalza a sujetos sin expertise específico más que la venta de humo y destruye a trabajadores y comerciantes independientes que apostaron todo a un pequeño proyecto. No por nada dos episodios son enormes y punzantes jodas a Starbucks y Best Buy.
Exorcizando canciones
¿Hay algo más lindo que encontrar una canción de una banda de la cual habías oído hablar, pero a la cual nunca le diste mucha pelota y descubrir que es la banda más VOS que podría existir y sumergirse en un par de semanas de escucha obsesiva buscando más canciones de esa banda que te parezcan increíbles? Es como descubrir un tesoro secreto y maravilloso que estaba ahí a la vista pero del cual no tenías idea.
Eso me pasó esta semana con “Comeback Kid” de Sleigh Bells. ¿Qué pensaba yo de Sleigh Bells? Que era una banda de la resaca del electroclash, unos vaguitos cancheros de Nueva York. Pero escuchando esta canción (y el disco que la contiene, Reign of Terror) en realidad me parecen más bien unos Jesus and Mary Chain que en vez de comprar pedales compraron cajas de ritmo (y mantuvieron las guitarras). Si uno escucha otras canciones de ese disco, como esta preciosura titulada “Road To Hell”, uno puede escuchar el espíritu de las canciones bubblegum y de los girl groups de los años 1950s y 1960s, filtrado a través de maquinitas y de una cierta idea irónica de los valores que esos grupos intentaban transmitir. O quizás es una banda dream pop que descubrió las guitarras. En definitiva, son dos personas, Alexis Krauss y Derek E. Miller, la primera canta y el segundo toca la guitarra y produce, y hacen rock de guitarras y bases programadas bien al palo, bien cabeza, con riffs de punk y heavy metal pero corazón de pop. Lo que para mí sostiene a esta canción y lo que me vuelve loco es la batería. Esa metralleta absurda que se convierte en una pared de sonido que parece que está tocando un baterista con cuatro piernas de tantos bombos que suenan. Es Flash pegándole piñas a un oponente a super velocidad.
[Yo debería haber sido baterista. Le hubiese venido muy bien a mi neurosis, a mi ansiedad y a mis ataques de angustia. De adolescente, debía tener 16 o 17 años, mi amigo Atilio me prestó una batería. La recuerdo como una batería común. No sé si era buena. No podría saberlo. Atilio solía gustar de las cosas de alta calidad, caras, pero no me acuerdo que me había dicho de la batería. Pero estaba completa. Dos toms, un bombo, un ride, un hi hat. Era bastante hermosa. La fuimos a buscar con mi viejo en el auto una noche de otoño y la armamos en el escritorio que era el corazón de la casa de mis padres. Creo que me senté dos o tres veces a tocarla nada más. No recuerdo si busqué profesor. Creo que no. O que lo intenté y me dio vergüenza y al final nunca arranqué. Nunca fui bueno comenzando algo nuevo de lo cual no tengo idea. Tiendo a abandonar las cosas que me cuestan en un principio porque no soporto no ser el mejor desde el vamos. Es una de las peores taras que tengo. El problema era que tenía muy mala coordinación (aún la tengo, porque nunca practiqué). Y eso simplemente me daba vergüenza. Y a los seis meses Atilio me pidió que le devuelva la batería, cosa que prontamente hice. Probablemente hubiese sido un buen baterista, mi manija y mi deseo de agotar energías como se pueda, hasta no pensar, lo hubiesen garantizado. Alas]
Entonces: la batería. ¡Qué cosa increíble esa batería! Pero, además, esta canción es como una especie de perfecto template de canción punk de tres minutos, porque no olvida que tiene que tener propulsión y unas guitarras bien groseras y cabeza. Ya sabes como soy, Marge, me gusta mi cerveza fría, la TV fuerte, y mis canciones punk lo más básicas y energizantes posibles. En general, tengo una relación completamente textural con la música. La letra, al principio y durante un tiempo, me interesa bastante poco. Tengo dificultad para recordar letras de canciones. Pero si tu melodía es buena, y sobre todo si es una melodía que te da ganas de agarrarte a piñas o de andar muy rápido en la bicicleta, o de tirarte de un trampolín a una pileta, o de meterte en un pogo zarpado, entonces mucho mejor. Supongo que tiene algo que ver con mi adolescencia punk. No me interesa la sofisticación, muchacho, me interesa que una canción me ponga la piel de gallina y me dé ganas de vivir. Soy básico como eso.
Mucha de mi escritura, cuando necesito describir una canción que me gusta mucho y me produce sentimientos eufóricos, está basada alrededor de las imágenes de robots volando sobre una ciudad, bombas cayendo, escenas de lucha superheroica, gente volando a grandes velocidades. Supongo que porque son las imágenes que asocio con la libertad y con la posibilidad de perderse a sí mismo en un momento de adrenalina. Quizás, también, están también vinculadas con mi lectura, muy joven, de estas páginas de los Invisibles de Morrison:
Otro de los infinitos motivos por los cuales le amo al pelade y es le artiste más importante en mi vida. Ayer escuchaba una ponencia en un congreso de historieta que hablaba de “los paneles memorables” de historieta y creo que este es uno de esos. King Mob en su alter ego de Gideon Stargrave escuchando los Buzzcocks y bombardeando Washington. ¿Hay algo más bello que eso?
En fin: que esta canción de Sleigh Bells hace todo eso y mucho más. Es para matarse. Y no puedo parar de escucharla. Es un diamante perfecto que no agota sus poderes, ni siquiera a través del enemigo número uno de las canciones que es la repetición incesante hasta que la conexión emocional que tenés con ella se drena, se agota, y hay que guardarlas en la repisa durante un tiempo hasta poder volver a ellas.
Y es una conexión 100% aural, no tiene nada que ver con la letra. La letra es un compendio de frases medio hechas que hablan de no rendirse y de ser el comeback kid (que concepto hermoso, no? Justo cuando te daban por muertx ZÁCATE, sos el comeback kid y que se vayan todxs a la mierda, es casi como una resurrección, es los últimos cinco minutos de una película de acción) cantados de manera casi inocente y diáfana por Alexis Krauss, en contraste hermoso con la melodía. La voz es una línea que te permite atravesar ese panorama de guitarras gigantes cayendo del cielo sobre una ciudad en ruinas, clavándose en el suelo y haciendo crecer enormes estructuras cristalinas compuestas por pedazos aserrados y verdosos que parten la costra de la tierra y se elevan hacia el cielo brillando multicolores.
Y con eso terminamos por hoy. La recomendación musical de la semana es el buenísimo último disco de Tyler The Creator, Call Me When If You Get Lost. Qué nivel demencial tiene el Tyler, wachx. Nos vemos en quince días, cuídense mucho y ¡Godspeed!