#22: Pequeñas Impresiones De Un Planeta Extraño
¡Hola, amigxs! Bienvenidxs a la entrega número 22 de El Evangelio del Coyote, un newsletter sobre arte, política y basura. En esta ocasión, algo completamente diferente: un intento de reflexión muy personal sobre lo que significa ser un tipo particular de migrante. Disculpas por la demora en la entrega: es un texto que me costó escribir y, además, cuando escribo sobre experiencias personales no puedo evitar sentir que estoy sumergiéndome en la más profunda de las autoindulgencias (¿y que acaso no es autoindulgente pensar que tenés opiniones tan importantes sobre productos culturales como para mandárnoslas cada dos semanas? preguntarán, y tendrán razón). Ojalá les guste.
Migrar para contarlo
Hace un año que vivo en Berlín. Quizás habrán visto esta nota, o esta, o esta, o esta, o esta, o esta, o esta, o esta. Desde hace varios años hay una campaña en la prensa argentina que dice: andate, andate, afuera es mejor, la vida es sencilla, el dinero crece en los árboles, las oportunidades laborales están en todos lados. Argentina ya fue. Se terminó. Vine a esta ciudad con una historia que, si la contás de cierto modo, bien puede ser una nota de Infobae: beca de doctorado, beca de postdoctorado, intento fallido de entrar a CONICET en tres oportunidades (2017, 2018, 2019) para finalmente conseguir una beca bastante espectacular de la Fundación Alexander von Humboldt que me permite continuar con mi trabajo de investigador, pero en el exterior. ¡Argentina no me dio oportunidades! ¡Argentina me expulsó! ¡Aquí puedo dedicarme a aquello para lo que me formé! ¡Ahorro en euros!
La realidad es que emigrar, en cualquier circunstancia, es mucho más complejo. La experiencia que tuve en este último año está marcada por muchas cosas buenas, pero también por un cierto grado de oscuridad y de alienación. Yo soy un tremendo privilegiado: vine con un buen trabajo, a cobrar en euros y ejercitar la distinción que te da ser un universitario con título de posgrado. Hay experiencias migratorias sumamente más difíciles, y las ves en las calles de Berlín todo el tiempo: el sirio que trabaja en un späti, el palestino que vende éxtasis en la puerta del boliche, el colombiano que se vino sin papeles y con su tabla de skate a buscar trabajo de delivery.
Había estado en Berlín a principios del 2019 y me había enamorado de la ciudad, de su noche, de su silencio, de sus espacios verdes, de sus mercaditos, de su vitalidad, de su caos controlado. Pero el Berlín que conocí durante la última parte del 2020 y la primera mitad del 2021 no tuvo nada que ver con eso: estuvo marcado por el lockdown más largo de toda la pandemia alemana. Cuando llegué, a finales de septiembre, muchas cosas eran normales. Berlín no había recuperado la vida nocturna y cultural pre-pandemia, pero la mayoría de los negocios estaban abiertos. En octubre bares y restaurantes fueron obligados a cerrar a las 23 horas. En noviembre cerró todo menos los negocios esenciales: supermercados, ferreterías, librerías (el alcalde de Berlín dijo que eran “alimento para el alma”) y florerías. Este estado de cosas se prolongó hasta mayo del 2021. Luego de eso todo cambió, y pareciera que no vamos a volver al lockdown, pero esos primeros meses fueron claves.
Afuera bramaba el invierno berlinés, duro de por sí, pero que este año tuvo una crudeza inusitada, con cantidad de nieve. Y que duró muchísimo: en mayo todavía la norma eran los cielos encapotados, el viento helado, la garúa que picotea la piel. Lo único que se podía hacer en esos meses era caminar por algún parque o plaza, gastar dinero en alimentos innecesarios, pedir paquetes a Amazon. Me acuerdo de enero caminando por un Tempelhofer Feld cubierto de nieve, con un silencio atronador, un paisaje siberiano. En aquel entonces, mi amiga Romina Zanellato me preguntó si no mantenía un diario de lo que me pasaba. Nunca lo hice creo que, principalmente, porque odio escribir a mano. Pero ahora me alegro: hubiese escrito cosas muy patéticas.
Emigrar es difícil porque a uno le quitan todos los puntos de referencia. Los amigos y la familia, por supuesto, en primer lugar, pero también los marcadores culturales, el bar al que te gusta ir, la librería que tiene lindos saldos, la deliciosa comida callejera, los dulces que comés un domingo a la tarde tirado en la cama viendo una serie. En muchos casos, incluso, el idioma, lo que te aísla y te hace sentir un idiota todo el tiempo. O al menos eso me pasa a mí. Si a eso le sumás ser nuevo en una ciudad que está toda cerrada, donde no se puede emparchar el alma yendo a ver alguna cosa o conociendo a alguien nuevo, con un invierno helao en el cual se hace de noche a las 16:00, todo se vuelve tremendamente complicado. E incluso con todo abierto es difícil: uno debe reinventarse, encontrarse con personas nuevas, hacer el esfuerzo de proteger y alimentar esos vínculos nacientes, tener la voluntad y la disposición a la socialización de un joven de 20 cuando uno ya está mucho más mayor.
Creo que la sensación principal de esos primeros meses (y que luego subsiste como un rumor de fondo) es la soledad. Soledad, en primer lugar, porque no tenés tus afectos. Pero también, en mi caso puntual y debido a la naturaleza de mi trabajo, soledad frente al hacer: ¿cómo encaro?, ¿por donde comienzo mi trabajo? ¿con quién hablo? Soledad de estar haciendo la única actividad puntual que tenés a través de una pantalla y que se termina y se apaga y no hablaste con ninguno de tus colegas. Soledad, si tenés la suerte de emigrar con una pareja, de notar su malestar y no poder hacer demasiado porque vos también estás igual. Y también la soledad de enfrentarte a vos mismo desprendido de muchas cosas que te constituyen, pelado de sentido y preguntándote que hacés ahí y quién sos si no sos tu ciudad, tu calle, tu profesión, tu lenguaje. En cierta medida este newsletter, que se inició cuando la cuarentena alemana arrancaba y el invierno estaba en su punto álgido, fue un intento de salir de esa soledad, de dialogar con alguien, de establecer un contacto, de intentar mantener una ventana abierta hacia los otros. No sé si finalmente funcionó o funciona así.
Alemania, además, es un país que tiene muchas particularidades. Es un país extremadamente burocrático en el que todo llega por correo postal. Hay un apego enorme por las evidencias materiales, por el registro escrito como condición de existencia. Como dice un amigo hay que “explicar toda tu vida con papeles”. Esto me afectó particularmente con respecto a mis papeles de residencia permanente. Llegué el 27 de septiembre de 2020 y obtuve mi tarjeta de residencia (sin la cual no podía salir del país) el 11 de agosto de 2021. Casi un año de demora. ¿Por qué? Porque la oficina de extranjería tenía atención limitada por la pandemia y el tipo de tarjeta de residencia que yo precisaba no estaba siendo procesada. En un principio acudí a la oficina de relaciones internacionales de la universidad en donde estoy trabajando, y, el 5 de noviembre, mandamos los papeles a una dependencia de extranjería que, se suponía, iba a procesar mi pedido. Ellos debían informarme de una cita. Yo solo tenía que esperar. A los cinco meses sin respuesta les escribí. Tenía fantasías negras de que la policía alemana tumbaba la puerta de casa y me pedía que abandone el país. Me dijeron que me habían dado un turno en febrero. Que yo nunca había ido. Nunca me llegó mail ni carta alguna con ese turno. Entonces me dieron otro para el 13 de abril. Fui ese día a la oficina y su respuesta fue… que ahí no hacían ese trámite. Debía escribir a otra dependencia y pedirles otro turno. Me lo dieron. Para el 13 de julio. Fui allí ese día, vieron mis papeles y me dijeron que la tarjeta iba a llegar a mi casa en seis a ocho semanas.
Otra sensación prevalente de vivir en un país que no es el tuyo, y que está tan reglamentado como Alemania, es la inseguridad. Todo el tiempo tenés miedo de estar haciendo algo mal. Y eso se multiplica cuando te encontrás en la vida real con el cliché del alemán que gusta de corregirte lo que hacés mal. La inseguridad también está vinculada a el idioma, ese vínculo crucial con todo lo que te rodea. Tengo una relación bastante mala con el alemán, vinculada, supongo, con el rechazo al encierro, la depresión y la extrañeza de los primeros meses. Durante ese tiempo hice cursos brindados por la fundación, virtuales. Solo frente a una plataforma sin compañeros ni docente. Algo aprendí, pero al final lo único que quería era alejarme del alemán lo máximo posible. Además, tengo una tara mental con querer que cada comunicación en un idioma que no domino ni ahí sea lo más perfecta posible. Entonces me pongo nervioso de más, dejo de hacer contacto visual, me miro las manos, tartamudeo, se me borran las palabras y quiero que la interacción termine lo antes posible para poder irme lejos, lejos.
La comunidad organizada
En Alemania, también, hay una idea de la relación entre lo individual y lo colectivo muy diferente a la que tenemos en Argentina, y (creo) en la mayoría de los países pobres y latinos. Mi impresión es que aquí el individuo es supremo. Por ello, creo yo, la libertad es uno de los valores más defendidos (lo cual lleva a consecuencias nefastas como la cantidad de anti-vacunas que hay). Lo cual, también, tiene mucho que ver con la historia del país. Después del nazismo y de la DDR cualquier cosa que huela a masificación, a colectivismo o a nacionalismo es mal vista.
El concepto de compartir es muy diferente al que estamos acostumbrados. Esto se evidencia, por ejemplo, cuando salís a comer afuera. Casi nunca se divide la cuenta en partes iguales entre quienes están en la mesa. Cada unx paga lo que consumió y quién te atiende va dando vueltas a lo largo de la mesa cobrándole a cada unx, que elige, también, si dejar propina o no. Entiendo que para algunos esto sea una solución superadora (por ejemplo, para el pobre John Wilson, que en un capítulo magistral de su serie How To With John Wilson trata el espinoso asunto) pero para mí es un toque antipático. Extraño llegar a una pizzería y pedir un montón de comida y un montón de bebida y que nadie se preocupe por quién come o bebe qué y que al final todo se divida de forma equitativa y si alguien tiene poca plata se lo banca total otro día esa persona te banca a vos.
También se expresa en otras formas: es muy raro, por ejemplo, que una persona alemana te invite a su casa a cenar o simplemente a tomar algo. Las reuniones son en bares o restaurantes, duran una cantidad de tiempo predeterminada y generalmente no existe el “seguir hasta lo que dé”. Esto, siento, tiene que ver con las características de la situación inmobiliaria en Berlín: la mayoría de la gente vive en departamentos compartidos en los cuales rara vez pueden invitar gente. Pero también tiene que ver con el miedo a que los vecinos te hagan quilombo porque estás haciendo ruido. Y también con algo muy profundo de protección de una privacidad exacerbada.
Esta característica asoma asimismo en formas un tanto más oscuras: en julio vi como seis policías se llevaban a la rastra a una chica que estaba bailando sin mascarilla en una fiesta open air en un parque. Los tipos se le acercaron, evidentemente para pedirle que se la ponga. Ella comenzó a discutirles. En un momento les pidió que se alejen y forcejeó con uno que quería agarrarla del brazo. Entonces la tiraron al piso, la esposaron y se la llevaron, con una exhibición de fuerza desproporcionada a la situación que fue bastante espantosa de ver. Pero lo más trágico fue que ninguna persona que estaba con ella en la fiesta hizo absolutamente nada. Siguieron bailando, el DJ ni siquiera cortó la música. También vi como la policía se llevaba a una persona que cantaba consignas pro-Palestina en la Marcha del Orgullo LGTBIQ+ de julio, frente a la absoluta indiferencia de todos los que lo rodeaban.
La institución policíaca es igual de horrible que en todos los países del mundo. Les gusta llegar a los lugares en patota e intimidar con su presencia, con sus números, sin usar la fuerza. Pero uno se siente intimidado igual. Y me da la sensación de que aquí el ciudadano promedio no le teme ni la odia. La respeta. Lo cual es un toque aterrador.
En un punto hay algo temible del sistema alemán que es, también, su mayor fortaleza: la estabilidad. El hecho de que toda la gente sepa, más o menos, cual es su lugar. Y lo respeten. Mi impresión es que las personas están formateadas desde chicas para sentirse cómodas con su lugar en el sistema y cuestionarlo bastante poco. Hay una sensación de carencia de afuera muy singular. En el sentido de que incluso las posiciones contestatarias, las protestas ecologistas, antifascistas, feministas o etc. que suceden, suceden porque se les permite. Uno tiene que registrar la protesta en el ayuntamiento, el cual manda policía para cubrirla, generalmente en una cantidad absolutamente demencial. [Me comunicaron, desde que envié este newsletter, que en Argentina el sistema es más o menos el mismo. La diferencia, entonces, es en el show of force que se hace en uno y otro caso. En Argentina, exceptuando durante el macrismo, la presencia policial se mantiene en los márgenes, y es engullida por la cantidad de manifestantes. En Alemania a veces hay más policía que gente protestando.] Y, sin embargo, este apego al sistema, a los carriles de la vida perfectamente señalizados para la mayoría de la gente, brinda (supongo) paz, normalidad, tranquilidad. Dentro del sistema, todo; fuera del sistema, nada. También permite que se debatan cuestiones de fondo como el reciente referéndum para expropiar a todas las inmobiliarias y constructoras que tengan más de 3000 unidades en Berlín. Se votó, se aprobó, y, si bien no es vinculante, ahora se debe discutir en el Senado de la ciudad. Es extraño, para un latino, ver que las cosas se mueven mucho más por canales institucionales que por la potencia disruptiva del enojo.
Una ciudad es un caleidoscopio de mundos
Sin embargo, no vale la pena ser necio y negar las cosas geniales que hay aquí. Una de las mejores son los parques y los espacios verdes. Berlín es una ciudad que no tiene el brillo turístico de exhibición de museo que tienen otras capitales europeas (comenzando por esa cosa sobrevaloradísima que es París). Es una ciudad llena de parques industriales, con mugre en las calles, con olor a cloaca en distintos lugares, con fisuras. Pero también es la ciudad con la mayor cantidad de espacios verdes que yo conozca. Casi cada barrio tiene un parque enorme y cada uno tiene una personalidad y un estilo diferente. Tenés la enormidad llena de desniveles de Hasenheide, que incluso tiene una pequeña reserva natural en la cual viven grullas en el centro; tenés la extrañeza lunar del Tempelhofer Feld, ese parque que solía ser un aeropuerto y donde casi no hay árboles, que se llena de skaters, gente en patines, bailarines espontáneos y familias remontando barriletes; tenés la locura multitudinaria de Mauerpark, con sus músicos callejeros que se distribuyen por sus callejuelas todos los sábados y domingos, y su feria llena de vinilos y objetos y sus adolescentes tomando vino barato; tenés Gleisdreieck, construido sobre una vieja estación de tren, con sus espacios abiertos donde las personas hacen ejercicio y las vías que todavía no fueron retiradas y te hacen pensar que en cualquier momento, en medio de la noche, llegará una locomotora fantasma; tenés el Treptower Park con el mejor monumento de todo Berlín, ese gigante soviético que aplasta al nazismo y rescata a un niño; tenés el Görlitzer Park, con su sordidez más aparente que real y sus alegres dealers que te ofrecen porro al lado de familias que asan carne en pequeñas parrillitas de carbón portátiles.
Una cosa maravillosa de Berlín es su cultura de bares. Hay bares por todos lados, antros oscuros en los cuales se puede fumar dentro y la cerveza no cuesta más de 4 euros. Llenos de personajes de todo tipo con los cuales hablar durante un rato y a quienes luego no ves nunca más. Lo más lindo de los bares de Berlín (al menos de aquellos a los cuales suelo concurrir) es la absoluta falta de pretensión. Luces bajas, mesas y sillas normales, estilización cero, cerveza barata. Es todo lo que necesito. Hasta hice una lista en Google Maps de los mejores bares de la ciudad. Por supuesto que hay bares chetos de tragos, pero ¿para que querría uno ir a un lugar que puede conseguir en cualquier otra ciudad del mundo? La gracia de Berlín es esa cosa cutre y un poco mugrosa, ser ese refugio de misfits y outcasts. De hecho, a veces pienso que hay dos Berlín: por un lado, el Berlín de la noche, de los fisuras, de los borrachos y los boliches y volver a tu casa tarde (o temprano) comiendo un döner de mala calidad; por otro el Berlín de las familias que van al parque los domingos, de las instituciones oficiales de gobierno, de los señores y señoras que se enojan con vos porque no hablás alemán. E intuyo que uno es el Berlín de los inmigrantes, y el otro el Berlín de los alemanes.
Finalmente, debo confesar que amo la institución de la bicicleta. Fue una de las primeras cosas que compré y es hermosa la sensación de velocidad y de independencia que te brinda. Si vuelvo a Buenos Aires, será una de las cosas que más extrañaré, la posibilidad de surcar la ciudad con auriculares propulsado por tu propia fuerza. Los ciclistas berlineses se quejan de que no hay suficientes bicisendas, o de que los automovilistas no los respetan. Los peatones y automovilistas se quejan de que los ciclistas rompen las normas y andan en la vereda o cruzan semáforos en rojo. De hecho, hace dos días una señora muy mayor me agitó su bastón y me dijo algo que no entendí por estar andando en la vereda.
¿Y que hay sobre la tan mentada estabilidad económica, sobre la posibilidad de ahorrar, sobre la tierra de la leche y la miel? Algo de eso hay. Es bastante reconfortante saber que las cosas van a seguir saliendo lo mismo mes a mes, que tu salario te va a alcanzar con cierta tranquilidad. Pero eso está acompañado de un nivel de consumismo que es bastante alienante. Aquí sí que sentís que, si estás triste o mal o simplemente aburrido, la solución es comprar alguna gilada. Aquí sí que los alemanes adquieren productos completamente innecesarios (o que van a usar una sola vez) y luego los acumulan en sus casas, en sus sótanos. Equipos de montañismo, lámparas de rayos UV, patinetas, jugueras, botecitos inflables para ir al lago, consolas que son utilizadas solo una vez. Tampoco existe, casi, la costumbre de comprar en cuotas. La gente simplemente paga sus productos y ya. Y uno que viene de un país en donde el dinero siempre está en camino de no valer nada, también tiene reacciones un poco extrañas. Por ejemplo, no darte cuenta de que una diferencia de uno o dos euros en un producto si es sustancial. O que tenés que elegir el supermercado que se adecua a tu clase social, otro ejemplo del nivel de compartimentalización de lo social que existe aquí. La escala del más barato al más caro, al menos en mi percepción personal, parece ser: Netto-Aldi-Lidl-Rewe-Edeka.
Otras cosas que me gustan de Berlín: el silencio; los quesos del supermercado; el graffitti; las estaciones de la U-Bahn 1 y 3 que quedan en Kreuzberg, con sus escaleras sucias y sus linyeras; Kreuzberg, el mejor barrio, lleno de inmigrantes y caos y ruido; los restaurantes de comida árabe que están sobre Sonnenallee; la forma en que el avance de las estaciones te pone en contacto con los ciclos de la naturaleza y comenzás a saber que en abril aparecen las flores, en septiembre caen las castañas y en diciembre la noche es oscura y los árboles son esqueletos; los cuervos con toda su inteligencia y sus ojos negros de canica que te miran al alma; todos los animales, en realidad, que uno puede encontrarse en los distintos momentos del año: ardillas, cisnes, zorros, conejos; trabajar en el Instituto Ibero-Americano, lo más parecido a una oficina que tuve en 12 años de trabajar para la academia; el cielo, siempre enorme y cambiante colgando como una ensaladera azul (o gris) invertida; los pequeños actos de amabilidad que sí existen y a veces te sorprenden, como cuando tu vecinx te deja un chocolate por la Pascua en tu buzón porque le recibiste varios paquetes mientras él estaba en la oficina; los museos; las personas que bailan en los parques.
Sin embargo, hay algo que me pasó viviendo en el extranjero que es que me descubrí mucho más nacionalista de lo que pensaba. Hay un momento muy bello en la excelente entrevista que le hizo Tomás Rebord a Carlos Maslatón en el cual el trader financiero se emociona hablando de la Argentina y de su gente y diciendo que a él le parece que tenemos el mejor material humano del mundo, incluso a pesar de la destrucción económica y social a la que parece sometida nuestro país. Es muy misterioso determinar que produce este enamoramiento en quienes amamos a Argentina. Puedo solo aventurar algunas ideas: la familiaridad con la que te trata la gente, la solidaridad tantas veces sentida y sincera, el caos que es destrucción pero también oportunidad (oportunidad de conocer a alguien nuevo, oportunidad de tener una nueva anécdota, oportunidad de cambiar tu vida), la persistencia de la mezcla de clases, aún cuando la clase media y alta hacen todo lo posible por aniquilarla, la cabal comprensión de la dimensión del goce y de la camaradería, la infinidad de rituales colectivos que nos convocan y nos amuchan, la posibilidad de una protesta real y disruptiva y del verdadero enojo, la riqueza de su cocina, la enormidad de un país gigante con modos de vida y costumbres tan variadas.
En un año nomás se me termina la beca. Mi nueva carrera en una nueva ciudad pasa volando. Lo que sucederá después, todavía no lo tengo en claro. Quisiera que esto fuese más que una nota al pie en mi vida, una experiencia en un lugar al cual no pude terminar de adaptarme. Hay algo de orgullo allí. Pero tampoco querría alejarme tanto de mi país de forma de no poder volver a él. Todo comporta una dimensión de la pérdida. Quizás es todo mucho más sencillo y consiste simplemente en encontrar un lugar donde poder sentirse plenamente a gusto un domingo a la tarde.
Y con eso terminamos por hoy. La recomendación musical de la quincena es el maravilloso Songs For Drella de Lou Reed y John Cale, un disco sobre la vida de alguien que salió a ver el mundo y lo que el mundo le hizo a él. Un abrazo, cuídense mucho, nos vemos en dos semanas y ¡Godspeed!