#21: Una Confederación De Sujetos De Similar Temperamento
¡Hola, amigxs! Bienvenidxs a otra entrega de El Evangelio del Coyote, un newsletter sobre arte, política y basura. En esta ocasión, escribo sobre Okupas, la Gran Serie Argentina, y sobre Crisis Zone, el más reciente libro de Simon Hanselmann, enfocándome en dos aspectos: ¿Qué tienen para decirnos sobre la época en que fueron producidos? Y ¿Qué tienen para decirnos sobre la amistad y los vínculos?
Che, gracias. Por la casa, por todo, boludo. En serio
(esto contiene spoilers para una serie que fue emitida hace 20 años. pero bueno, el que avisa no es traidor.)
Como cualquier persona de bien en las últimas semanas le entré al rewatch de Okupas, a raíz de la restauración en HD que se subió a Netflix. Okupas, para aquellos que leen y no son de Argentina, fue una serie mítica y muy singular de la televisión argentina. Transmitida durante el año 2000, sigue a un grupo de cuatro chabones que ocupan una casa en Constitución/Monserrat en la ciudad de Buenos Aires y, a través de una serie de aventuras y desventuras, terminan formándose como grupo de amigos. Simultáneamente, narra el descenso de su protagonista, Ricardo (Rodrigo de la Serna) a las profundidades de la marginalidad y el crimen.
La historia es muy buena, y eso ya sería suficiente para recordarla con cariño, pero la serie quedó inescapablemente pegada al momento histórico en que se transmitió: crisis económica cuasi terminal, desocupación, pobreza, criminalidad, todo el mundo sin un mango partido al medio, una ciudad de Buenos Aires hecha pelota, divorcio de la clase política de la sociedad, cuentapropismo y estafadores. Creo que había un deseo fuerte de volverla a ver para ver que tenía para decirnos a 20 años de la crisis, como documento histórico, tanto como por recordar su historia o sus personajes. Para mí, de hecho, fue como volver a verla de cero porque no me acordaba nada de esto último. Y confirmé mi intuición de que para mí es uno de los mejores productos televisivos (si no el mejor) que dio este país.
Esto es por varios motivos. En primer lugar, por su estructura, que es simple, compacta y en donde nada falta y nada sobra. Como bien describe mi colega Clara Charrúa en esta nota, la serie arranca “lenta” en el sentido de que los primeros cuatro capítulos no presentan un conflicto muy claro y se dedican a introducir a los personajes, mostrar sus características principales (y las dinámicas entre ellos) en dos o tres pinceladas. También ahonda en el que es el último protagonista: el panorama social de la ciudad de Buenos Aires en el año 2000. Es recién en el cuarto capítulo, al final, que se plantea el conflicto que va a estructurar toda la serie, una lucha entre dos grupos de marginales: uno con amistad y acompañamiento, fundado sobre principios comunitarios y cierta idea de solidaridad; otro basado casi exclusivamente en la rapiña, y una idea de sociedad atomizada y dominada por la fuerza, en la cual si no te avivas y te aprovechas de otro vas a terminar siendo deglutido. Y, sin embargo, la serie tiene un montón de vaivenes que hacen que no todo este orientado como una flecha hacia ese único conflicto. De hecho, cuando finalmente se produce el desenlace, en el último capítulo, algo de la forma en que sucede (que tiene todo el sentido y está anticipado por el guión) parece un poco apresurado.
Otra cosa que me impactó mucho de la serie es lo bien hecha que está. En todos los sentidos. Está muy bien filmada, con algunos planos muy bellos, como aquel del primer episodio en el cual Ricardo da la vuelta a la manzana corriendo, o todo lo que sucede en las profundidades literales y metafóricas de la ciudad de Buenos Aires en el capítulo 10. Está super bien escrita, no solo por su estructura formal, que ya destaqué arriba, sino también por sus diálogos, que son sumamente graciosos. La dirección de arte y el vestuario son buenísimos: cada remera cuenta una historia. Los personajes secundarios son excelentes, una galería de estafadores, delincuentes, truhanes, buscavidas y timadores de baja estofa que se confunden por completo con sus propias víctimas debido a la poca distancia social de una Argentina en crisis, en la cual cualquiera podía caerse del techo de chapa de la clase media. Está muy bien actuada, en una clave falsamente naturalista que parece producto en gran medida de la improvisación. Y la nueva música de Santiago Motorizado y Él Mató a un Policía Motorizado pega de forma perfecta con el tono de la serie y la estética general de la misma.
La mención a la música me permite sumergirme en Okupas como un documento de época. La mayor novedad de su relanzamiento consiste en la nueva banda sonora, que reemplaza muchas canciones clásicas de rock de artistas internacionales (particularmente los Rolling Stones) para las cuales pagar los derechos se volvió demasiado costoso. Y la introducción de ese imaginario Él Mató, barrial, rockero pero indie, chabón pero sensible, encaja perfectamente bien y destaca algo de Okupas: su condición simultanea de producto de un momento histórico y de objeto cultural dislocado, que habla del devenir argentino todo. La serie claramente dialoga con un determinado momento de la Argentina, nació de sus entrañas, pero se puede leer desde el hoy sin perder casi nada de actualidad. Lo cual habla más de la situación de permanencia de la crisis argentina que de otra cosa. Pero también, al menos a mí, me dio una sensación de confusión semiótica atemporal. Recuerdo una escena en particular: Miguel y Ricardo caminan por la ciudad después de un primer robo que salió no del todo bien y, detrás de ellos, se ven los carteles que reproducen una portada de la revista 3Puntos en donde presentan un perfil de Patricia Bullrich, “Los Secretos de la Piba”. Hay una frase anónima que da vueltas: «La Argentina es un país donde, si te vas de viaje veinte días, al volver cambió todo, y si te vas de viaje veinte años, al volver no cambió nada«.
Y si bien Okupas no puede prever ni lo intenta las novedades políticas del período 2003-2019, la sensación que queda luego de ver la serie es la de una Argentina que no ha cambiado sustancialmente en sus estructuras profundas. Una Argentina en la que puede haber un “veranito de San Juan” que dure cuatro, cinco, seis años, pero en la cual la precarización laboral, la problemática habitacional, la pobreza estructural, la estafa como forma de vida, la imprevisibilidad como elemento constitutivo de la existencia sigue siendo exactamente igual. Algo que me impactó mucho es que, antes de verla, sentía mucho miedo por ver como mostraba a Buenos Aires, porque justamente me inquietaba el hecho de encontrarme con una Buenos Aires que ya no existe más luego de 14 años de macrismo. Pero… no solo me pareció perfectamente reconocible, sino que me hizo darme cuenta cuan superficiales son muchos de los cambios que se produjeron en la ciudad en la última década y media. Si, hay cosas como la pérdida de potenciales espacios públicos que nunca retornarán. Si, está un poco más limpia y un poco más ordenada. Pero esos edificios de Durlock que reemplazan a tantas casas notorias pueden convertirse, con apenas un poco de descuido, en enormes espacios nuevamente abandonados.
Mucho se ha escrito también sobre el significado de ese grupo de alegres inadaptados sociales que terminan convirtiéndose en la familia postiza de Ricardo. En Twitter leí a varios hablar acerca de como representan la alianza de clases de la Argentina de la crisis. Pocos países como el nuestro tienen semejante obsesión por codificar (y luego leer) las tensiones de clase en sus narrativas. Somos un país que sobresignifica y sobrelee continuamente. Estamos hace casi ochenta años peleándonos por el significado de “Casa Tomada”. En un país en el cual los problemas parecerían no resolverse nunca, que existe en el caos y el cambio, en el cuál ninguna facción política puede imponer su plan por completo, donde no hay acuerdo sobre las bases de lo que hay que hacer por demasiado tiempo, que vive en un estado de asambleísmo permanente, con una sociedad civil hinchapelotas por antonomasia, pareciera que tenemos que dirimir nuestras diferencias leyendo y escribiendo. Argentina es un país donde la política se lee culturalmente y la cultura se lee políticamente. Algo de eso estaba en esa operación literaria magnifica que hizo Piglia cuando seleccionó los textos que luego ilustrarían un dream team de dibujantes de historieta para dar forma a La Argentina en Pedazos, esa interpretación de la historia argentina en clave de violencia convertida en declaración de principios estética.
Yo no creo que en Okupas se vea, particularmente, la alianza de clases. Me parece que lo que se ve más claramente es la tensión irresoluble. Es verdad que la serie escenifica una cierta alianza durante la primera mitad, pero es continuamente socavada, se quiebra a la mínima de cambio. Y, allí, siempre queda claro quién tiene una vía de salida y un mínimo de poder de decisión: es Ricardo el único que tiene no una sino dos casas a las cuales ir, es Ricardo el que oficia de llave a través de la cual entrar a vivir en esa casa. El Pollo tiene cierta libertad que es producto de su sabiduría callejera. Walter tiene un trabajo. Y el Chiqui no tiene nada. Es el proverbial buen pobre argentino, el que brinda la cohesión a todo el grupo con su sabiduría y su inocencia y por ello es que, justamente, su muerte lo destruye todo. Porque es el único personaje genuinamente altruista. En cualquier caso, creo que lo que muestra Okupas es la maravillosa y efímera posibilidad que ofrece Argentina de encuentro entre clases, pero siempre preñada de inestabilidad constitutiva. Estamos todos muy cerca, y nos conocemos bien, pero también por eso, porque sabemos que nos podemos deslizar de la pirámide social en cualquier momento, convivimos entre el amor y el espanto. Eso fue el 2001: un breve momento en el que pareció que todos (o casi todos) estábamos de acuerdo, hasta que se reanudó la historia y el dinero comenzó a fluir (y luego a faltar de nuevo) y eso nos hizo pensarnos diferentes del que está al lado una vez más. El Pollo nunca podrá borrar del todo su marca de clase, que emerge fulgurante, en la mirada de los otros, cada vez que le dicen “negro de mierda”, un insulto que no es cualquier cosa, un insulto que implica un quiebre sin retorno. Y eso también funciona en el otro sentido: algo que la serie remarca a lo largo de todo su desarrollo es que, por más que lo intente y cada vez cometa actos más jodidos, en el fondo Ricardo nunca será de la calle: tiene tatuada en la frente a la clase media. En un país donde los destinos económicos son más bamboleantes de lo que se dice, la clase a veces se torna un tatuaje cultural más que efectivamente material. El momento más puro y más optimista de esta esperanza en el encuentro entre clases se da a través de un mito y una potencialidad hermosa de mi país, cuando se revela de dónde mierda se conocen el Pollo y Ricardo, que extraño pegamento hizo que se tengan aprecio y que continúen juntos hasta el día de hoy: la escuela pública.
En lo que sí creo que Okupas arroja luz de forma magnífica es en algo que en el momento de su estreno no se discutía, pero hoy forma parte central de los debates: la construcción de la masculinidad y del grupo de amigos varones. Hay algo tan caricaturesco en el modo en que cada uno de ellos se refiere al otro, en las interminables discusiones en donde lo más importante es demostrar, al menos en el terreno discursivo, que uno es el más poronga. En el uso del insulto como mecanismo de afecto y de cercanía. En la cargada. Así eran y todavía son la mayoría de los grupos de amigos varones a los que pertenecí y aún pertenezco. En Okupas todo esto está atravesado, en un principio, por la desconfianza de clase, pero de cualquier modo debajo de eso yace simplemente esa operación de afirmación de la masculinidad tan básica que emprendemos (casi) todos los varones heterocis cuando nos conocemos. La riqueza de la serie, sin embargo, es también mostrar el anverso de ese mecanismo, que también es muy común en los grupos de varones en los que estuve y estoy: la ternura, el acompañamiento, el abrazo, el cariño sincero más allá de las diferencias, más allá de haberse cagado a piñas. Justamente: el cagarse a piñas como antesala al cariño. ¿Está bien que seamos así? No. Pero el amor, a pesar de todo, existe. Es por ello que Miguel es el personaje disruptivo por excelencia: en esa relación no hay amor. Hay puro cálculo y especulación. Es por ello que él es un traidor, y ni Walter, ni el Chiqui, ni el Pollo, ni Ricardo lo son. Son amigos. Lo cual es, al fin y al cabo, un valor eminentemente argentino. Probablemente la riqueza más gloriosa de nuestro país.
Sinfonía del caos y la destrucción
Simon Hanselmann es un [ya no tan joven pero aún joven] autor integral de historietas nacido en Australia. Hace casi una década que viene serializando las historias de Megg, Mogg y Owl, una bruja, un gato y un búho (en ese orden) que viven juntos, tienen aventuras, se drogan y son generalmente irresponsables y destructivos. Bah, miento: Megg y Mogg son irresponsables, vagos y destructivos, mientras que Owl hace las veces del straight man que intenta controlarlos y hacer que su vida en común sea un poco mejor, generalmente sin ningún tipo de éxito. Con el tiempo este grupo de personajes fue creciendo, incorporando otros igual de catastróficos, entre los cuales se destaca uno que es la corporización de todo lo impulsivo y egoísta, y que se convirtió en algo así como el breakout character de la serie: Werewolf Jones.
Hanselmann es enormemente prolífico, produce [al menos] un libro por año. También publica multitud de fanzines. Además, es un autor que llegó a países muy diversos muy rápidamente. En especial si tenemos en cuenta su humor salvaje y frontal, pródigo en chistes de caca, semen, sangre y sexo, personajes decididamente desagradables que no buscan ganarse la empatía del lector y una polifórmica presentación de identificaciones sexuales y combinaciones de coger. Los personajes de Hanselmann cogen con cualquiera y se sumergen en las prácticas sexuales más extremas. No tiene pruritos en hacer chistes sobre comerse culos, tener semen en el torrente sanguíneo, coger deprimido, tener mal olor en la concha, hacerle violaciones en broma a tus amigos y llenar cualquier habitación posible con materia fecal. Hace un par de años leímos uno de sus libros en un taller de historieta que dábamos con mi amigo Pablo Turnes en la comiquería Punc. Estábamos seguros que iba a ser un exitazo, ya que varios de los participantes nos habían pedido su inclusión. Cuando llegamos nos encontramos con una mesa más dividida que el pingo, con un montón de gente verdaderamente asqueada por el tipo de humor de Hanselmann.
Lo cual me lleva a preguntarme el porqué de su éxito (para ser un dibujante indie de historietas). Hay algo del humor de Hanselmann que pareciera resonar con mucha gente, de la misma manera que lo hace el humor de It’s Always Sunny in Philadelphia. Tanto la obra de Hanselmann como la sitcom siguen a personajes despreciables, tontos, asquerosos, sucios, pusilánimes, perversos, drogadictos, oscuros, manipuladores. Ponen a prueba el concepto mismo de amistad, porque más que un grupo de amigos, lo que parecería existir en ambos casos es una relación de codependencia y toxicidad que nadie puede abandonar.
Otro posible motivo es que Hanselmann es muy gracioso. Su método para dibujar chistes parecería inspirado por el mismo mecanismo que siguen sus personajes: una catarata de pulsiones que no conocen límites y que se acumulan en la página una tras otra hasta un punto en el que puede llegar a ser agotador. La continuidad, también, es bastante libre y caótica: personajes que mueren en una historia pueden reaparecer en la siguiente. Los comics de Hanselmann son una continua metralleta de situaciones y acciones que no se detienen casi nunca y en los cuales los espacios para la reflexión son muy espaciados. En ese sentido, se parece un poco a lo que pasaba con las tiras humorísticas de principios de siglo, especialmente cosas como Thimble Theatre (de donde sale Popeye): una cinta transportadora que lleva a sus personajes continuamente hacia la próxima aventura, el siguiente conflicto, que no se detiene jamás. Bah, miento, porque a veces si se detiene y es justamente en esos momentos donde aparece una rara pero verdadera emocionalidad y sus personajes pierden esa cascara de drogas, sexo, videojuegos, alcohol y destrucción que los mueve para revelarse como sujetos profundamente dañados y solos, incapaces de encontrar la felicidad, desamparados y pertenecientes a la escala social más baja. De pronto te agarra desprevenido y te pega en la boca del estómago en el momento que menos te lo esperabas.
El año pasado, impedido de viajar y de publicar fanzines nuevos por la pandemia, Hanselmann decidió comenzar a serializar una historieta, titulada Crisis Zone, en su Instagram. Comenzó el 13 de marzo y la terminó el 22 de diciembre. Durante casi un año publicó una página por día, y en el medio se convirtió en una parada obligada para una multitud de personas que buscaban un respiro de la desolación y el aislamiento en el que nos sumergió el virus. La historieta, justamente, comenzó con la premisa de colocar a sus personajes en contexto pandémico, y de intentar trasladar algo de lo que estaba sucediendo a su mundo ficcional. Ahora esa historieta llegó al libro, de casi 300 páginas, lo más grande que produjo Hanselmann jamás, con un extra oculto: Instagram permite subir solamente 10 imágenes por posteo, pero cada una de las páginas que serializó Hanselmann tenía una grilla de 12 cuadros, con lo cual hay dos cuadritos extra por entrega, exclusivos del libro.
La experiencia de leer algo así es abrumadora por momentos, hilarante por otros, pero siempre está atada al universo y al imaginario que desarrolló el autor. Es una gran hazaña y un gran triunfo que haya escrito y dibujado un libro “al calor de los acontecimientos” y que haga referencia (entre otras cosas) a Tiger King, las protestas del verano 2020 en EEUU, Animal Crossing, Black Lives Matter, el movimiento antifa, las elecciones, las teorías conspirativas de la derecha, las batallas culturales de la izquierda y nunca se sienta como un producto derivativo, como algo que está pensado para subirse a una moda del momento. La historia comienza cuando se declara la pandemia y Owl, junto con Mogg y Megg, se aíslan en su casa. Pero pronto llega Werewolf Jones con sus dos hijos, Diesel y Jaxon, e introduce toda la entropía posible en el intento de Owl de establecer un espacio seguro. A partir de ahí el libro pareciera moverse solo y las historias se suceden unas a otras con un punto central en la creación de un reality show centrado en Werewolf Jones y llamado “Anus King”, el cual le permite reflexionar (bah, no sé si está reflexionando o simplemente cagándose de risa) sobre la condición hiperconectada de la vida moderna, las cancelaciones, las exigencias cada vez mayores de superficialidad woke de parte de la izquierda twittera, el culto a la celebridad y la destrucción de la mente por ese mismo culto. Es en ese momento en que el libro alcanza su mayor locura, para luego comenzar a menguar.
Es que la potencia del mundo que construyó Hanselmann a lo largo de sus trabajos anteriores, los personajes, unidimensionales de forma general, pero con pinchazos de complejidad, y las tensiones y relaciones que se establecen entre ellos evitan que la inspiración de la vida real se lo coma. Pareciera que Hanselmann dibuja a los personajes y que luego sus acciones y reacciones emergen de un mecanismo intrínseco a los dos o tres rasgos que los definen, más que de las decisiones del autor.
El otro motivo que hace que el libro funcione tan bien [ah, por si no lo dije antes: el libro me pareció buenísimo] es el personaje que está en el centro de la escena: Werewolf Jones. Crisis Zone termina siendo una exploración de la cultura de la celebridad estadounidense utilizando al personaje que, a priori, parecería menos adecuado para algo así. El más ebrio, el más drogadicto, el más impulsivo, el más chato, el más asqueroso de todos ellos. Y, de alguna manera misteriosa, Hanselmann logra extraer UN MONTÓN de pathos del trayecto de Werewolf Jones. No voy a spoilear nada, pero digamos que el libro se pasa tres cuartos del mismo siendo “jajajajaja miren las locas aventuras de Werewolf Jones, miren como no le importa nada y no tiene moral ni control” y un cuarto del libro en un lugar, digamos, un poquito más oscuro que te deja un sabor de boca bastante amargo cuando termina.
Y creo que esa es la gran habilidad y el gran triunfo de este libro de Hanselmann que, si bien se inició como algo coyuntural, termina siendo central en su obra.
Y con esto llegamos al final. La recomendación musical de la semana es un clásico total, el Soul Mining de The The, uno de esos discos que no puedo entender cómo fue que llegó tan tarde a mi vida, pero desde que llegó hace unos dos o tres años no abandonó jamás mis auriculares. Y que tiene “This Is The Day” una de las mejores canciones de la historia de la música (si, así nomás, papá). Nos encontramos de nuevo en dos semanas, cuídense mucho y ¡Godspeed!