#20: Ejércitos De Las Tinieblas
¡Hola, amigxs! Bienvenidxs a una nueva edición de El Evangelio del Coyote, un newsletter sobre arte, política y basura. Nos reencontramos luego de tres semanas con dos libros que logré terminar en mis recientes (y demasiado cortas) vacaciones y que están unidos por ciertas formas de lo oscuro y lo siniestro.
Esta entrega esta ilustrada por completo con los dibujos visionarios de William Blake, ese gran místico.
Todo a mi alrededor era desierto
Durante los primeros días terminé Blood Meridian de Cormac McCarthy. La había comenzado en algún momento de mayo y, la verdad, que el tiempo que me tomó leerla habla de la pequeña lucha que significó. Exagero un poco: lo duro fue el pasaje del medio, las 100 páginas entre que se presenta el escenario y las formas de describir la violencia de McCarthy te atraviesan el cráneo como un hacha y el final enigmático y nihilista.
Era un autor que tenía en mi lista de pendientes hacía mucho tiempo. No lo agarraba por la intimidación que me daba su famoso estilo de escritura. McCarthy emplea una enorme variedad de palabras arcaicas, utiliza el mínimo posible de puntuación, no usa guiones ni comillas para el diálogo y no agrega apostrofes en las contracciones. Además, es un estilista de la descripción naturalista. Esto quiere decir que en la novela lo que toma más espacio, antes que las acciones, que a menudo aparecen difuminadas, con dificultad para recomponer quién está haciendo que cosa y con qué propósito, son los paisajes. Los valles, cañones, desiertos, montañas, lagos, bosques y planicies por las que se mueven los protagonistas. Y la prosa de McCarthy, despojada en ciertos aspectos, se vuelve barroca y galopante cuando se esmera en mostrarnos con palabras las tonalidades de una montaña, la desolación del color y el calor de un desierto, la vegetación que crece:
They passed through a highland meadow carpeted with wild-flowers, acres of golden groundsel and zinnia and deep purple gentian and wild vines of blue morninglory and a vast plain of varied small blooms reaching onward like a gingham print to the farthest serried rimlands blue with haze and the adamantine ranges rising out of nothing like the backs of seabeasts in a devonian dawn. It was raining again and they rode slouched under slickers hacked from greasy halfcured hides and so cowled in these primitive skins before the gray and driving rain they looked like wardens of some dim sect sent forth to proselytize among the very beasts of the land.
El estilo de McCarthy tiene puntos de comparación muy cercanos con el de otro escritor sureño (McCarthy nació en Rhode Island, pero creció en Tennessee) con un gusto por la prosa arcaica y la carencia de puntuación: William Faulkner. En su novela más famosa, The Sound and the Fury, Faulkner también emplea un estilo de escritura seco y duro, sin casi marcadores sintácticos que diferencien el habla de un personaje de otro, con capítulos enteros escritos en un fluir de la consciencia. Y, también como en la obra de McCarthy, hay una reflexión codificada acerca de los procesos históricos que dieron a luz a los Estados Unidos. Si The Sound and the Fury es una novela sobre la decadencia sureña posterior a la Guerra Civil, sobre la degradación y el horror de casas derruidas, explotación humana y lazos de sangre malsanos que se desprenden, como un viento fétido, de la “caballerosidad” sureña; Blood Meridian es el Qlippoth de la Conquista del Oeste, y se concentra en la sangre, la inmoralidad y el asesinato que forman las bases del Destino Manifiesto estadounidense.
Tiene, también, algunos puntos de contacto con lo que se conoce como “gótico sureño”, la corriente literaria que reúne a autores como Flannery O’Connor, Harper Lee, Truman Capote, Ambrose Bierce y Eudora Welty. El gótico sureño se caracteriza por tener personajes excéntricos y pobres, a menudo marginales y grotescos, que habitan un territorio realista pero cuyo barroquismo y decadencia, sumados a la exacerbación de valores religiosos que no proveen salvación sino solo condena, lo aproximan a lo fantástico. Casonas en ruinas, pantanos desolados, pueblitos casi abandonados, estaciones de tren polvorientas. Cosas que se mueven en la noche y no se pueden explicar del todo, una pobreza estructural que denota la falta de oportunidades y, en sus versiones más extremas, la falta de cualquier redención. Todas estas características están presentes en Blood Meridian, pero en vez de transmitir amargura por la situación, los personajes de McCarthy tienen un verdadero goce en su decadencia.
El argumento de la novela es, dentro de todo, sencillo. Sigue a “the kid”, un muchachito que nace y vive en la violencia del Oeste norteamericano, en un mundo en el cual la única garantía y seguridad para un ser humano es aquella que le brindan una pistola y un caballo. Luego de mucho boyar “el niño” se une a la banda de Glanton, quienes se dedican a cazar indios y arrancarles los cueros cabelludos. La novela sigue sus aventuras a lo largo del desierto mexicano, mientras él y sus camaradas asesinan indígenas primero por dinero, luego por venganza y finalmente porque no hay nada mejor que hacer. Justamente eso es lo que me resultó dificultoso de su lectura: hay una sensación asfixiante de falta de objetivo y de dirección. Los hombres cazan indios porque son contratados para ello, pero en el fondo no creen en nada, no los mueve más que su propia ansia de sangre y, sobre todo, de caos. Se emborrachan, se vuelven contra los poblados que les pagan, se pelean entre ellos. No hay una instancia superior ordenadora. No hay camaradería (cada hombre es un átomo que se define por su capacidad para ejercer violencia), no hay Estado (la propia existencia de la banda presupone un estado de anomia, una situación en la que el ejercicio legítimo de la violencia no le pertenece a nadie), no hay Dios (frente a ellos se extiende la naturaleza implacable e indiferente, que ni siquiera QUIERE matarlos, simplemente no está diseñada para que prospere lo humano). Glanton y sus mercenarios están cósmicamente solos, abandonados con un equipamiento muy deficiente a encontrar su propio sentido en la vida. Lo cual resuelven, simplemente, con más violencia y destrucción.
La interpretación más usual acerca del western es que trata sobre la lucha del hombre contra la naturaleza. El género escenifica esta lucha que puede decantarse en dos vertientes. Por un lado, el establecimiento de la sociedad, la conquista de la naturaleza por el hombre, que es algo que argumenté cuando escribí sobre esa obra maestra del género que es Deadwood. La otra es la derrota del hombre, el triunfo de la naturaleza que finalmente lo domina todo, y que cubre los resabios de civilización para instaurar de nuevo la quietud de lo imperturbable.
Pero hay una tercera vertiente que habla de la naturaleza humana. Más bien, de la inflexibilidad de la naturaleza humana y la incapacidad de cambiar. De como los hombres forjados en la sangre y la pólvora se ven arrastrados una y otra vez a lo mismo. Es la postura adoptada por Unforgiven de Clint Eastwood. McCarthy lleva esta percepción un paso más allá y lo que propone, como en Apocalypse Now, es la existencia de hombres perfectamente diseñados, tanto por naturaleza como por circunstancias, para no solo sobrevivir sino prosperar en un ambiente carente por completo de ley, orden y justicia. Lo que asombra de Blood Meridian es el fervor con el cual los hombres se entregan a la destrucción y la ausencia de cualquier proyecto y de cualquier visión de mediano o largo plazo. Es por eso que me costó tanto terminarlo: la larga porción del medio consiste en ellos dando vueltas por la desolación del desierto mexicano sin objetivo, sin rumbo, sin dinero y sin recursos. Pura pulsión de muerte.
La intercambiabilidad de los personajes, que se reducen a un nombre y, en ocasiones, una profesión, tampoco contribuye a salir de ese clima pesado y un poco alucinógeno que construye McCarthy. Pero esa intercambiabilidad tiene una excepción en un personaje excepcional: el Juez Holden. El Juez es otra variación, como Anton Chigurh en No Country For Old Men, sobre la idea del mal absoluto corporizado en una sola persona. El Juez es enorme, pálido y no tiene vello corporal. Generalmente anda desnudo. Es una criatura movilizada puramente por el Ello, por sus deseos más oscuros e inmediatos. Pero simultáneamente es una bestia curiosa, una especie de académico salvaje, que se pasa todo el tiempo que la compañía deambula por el desierto anotando en un cuadernito las cosas nuevas que ve, realizando complejos dibujos de ruinas y artefactos indígenas, clasificando las especies animales. Cuando uno de los mercenarios más estúpidos le pregunta por qué hace eso el Juez le contesta: “Cualquier cosa en la creación que existe sin mi conocimiento existe sin mi consentimiento”. Y procede a desarrollar su filosofía, según la cual mientras existan “espacios de vida autónoma” él no podrá dominar lo que le pertenece: el mundo entero. Es, entonces, un personaje metonímico de la humanidad, de su deseo de conquista y destrucción de lo oculto, del colonialismo asociado al positivismo.
El Juez es, además, aparentemente indestructible e inmortal, es quien mejor conoce el desolador yermo por el que se mueve la compañía, es el mejor a la hora de asesinar indios. Es un ser mágico, un gigante calvo (yo no podía evitar imaginarlo como Aleister Crowley) que reúne en sí mismo tanto las fuerzas ocultas como el afán de la ciencia por develar al mundo y encadenar a la naturaleza. Un amigo me dijo que Harold Bloom lo caracterizó como Moby Dick y Ahab en un solo personaje, y tiene todo el sentido: es a la vez esa figura del mal insondable, incomprensible, sin motivaciones aparentes, y aquel persecutor que no puede soportar que esa fuerza exista y lo haya dañado. Es la locura y la racionalidad, la dominación y la destrucción. Y vivirá por siempre, adentrándose en la noche del oeste.
Un grimorio familiar
Lo otro que leí durante mis vacaciones, en tiempo récord, como corresponde a un libro que te atrapa durante ese tiempo mágico en el cual lo único que tenés que hacer es estar tirado en la playa, fue Nuestra Parte De Noche, la última novela de Mariana Enríquez. Y la verdad que me encantó un montón. Tenía mis dudas antes de agarrarlo porque lo poco había leído de ella, Las Cosas Que Perdimos En El Fuego, me había parecido irregular, con algunos cuentos que no lograban el trasvasamiento horror cósmico-Buenos Aires-conflicto social de forma del todo exitosa.
Pero aquí (casi) todo funciona muy muy bien. Hay algo de la ambición del libro, también, que me parece hizo un click con mis intereses y con lo que busco en la literatura. Amo los libros que construyen todo un mundo, todo un lore, que desarrollan dinastías familiares complejas y oscuras. Amo los libros un toque monumentales, que buscan hablar de muchas cosas al mismo tiempo y cruzar tópicos en apariencia distantes. Creo que en este libro Enríquez logra, con mucha más destreza que en sus cuentos, aunar una serie de obsesiones: el Litoral argentino como versión autóctona del gótico sureño, el horror como expresión de la diferencia de clases, la historia argentina surcada por el ocultismo, la cultura como elemento constitutivo de nuestras subjetividades, la fascinación por las pandillas de niños como exploradores de lo oculto y la estética dark-gótica de los ochentas como sustrato estilístico para sus monstruos y para los protagonistas.
La novela sigue la historia de una familia compuesta por tres personajes: Juan, el padre; Rosario, la madre; y Gaspar, el hijo. Los tres están ligados a La Orden, una logia antiquísima, radicada entre Inglaterra y Argentina, que adora a La Oscuridad, un ¿monstruo/dios/fuerza primordial? que convocan a través de rituales mágicos facilitados por lo que llaman un “médium”, alguien capaz de convocarla (pero no controlarla) y dejarse poseer por ella. Luego La Oscuridad hace lo que quiere, que usualmente significa matar iniciados del culto, mutilar a otros y dejar unos mensajes crípticos que supuestamente son instrucciones para lograr oscuros propósitos, pero que varios de los personajes interpretan como balbuceos de un dios loco e incomprensible. Solamente el voluntarismo demencial de sus adeptos es capaz de verlos como misivas en clave.
Para mí la novela funciona muy bien en varios niveles, comenzando por el desarrollo de la mitología. Enríquez comprende que detrás de una gran fortuna hay un gran crimen, y ese culto misterioso es, básicamente, otra forma de distinción y de ejercicio del poder para un montón de terratenientes gringos que, no contentos con saquear las tierras argentinas y explotar a sus trabajadores, también se apoderan de sus cuerpos y de sus almas. La novela está surcada por una tensión de clase explícita, que se basa además en la realidad de las grandes ordenes esotéricas de Europa, todas sustentadas en niños bien con ansia de saber. Y que también abreva en muchos mitos populares de la Argentina, comenzando por El Familiar, que detrás de lo monstruoso sobrenatural ocultan lo monstruoso de la explotación del hombre por el hombre. Lo bueno es que frente a ese horror terrenal el horror cósmico que presenta Enríquez está poco delineado y se mantiene misterioso hasta el final. Nadie sabe, realmente, para que sirve y que hace La Oscuridad. Ese costado de la mitología no tiene una gran explicación porque las fuerzas de lo oculto, como en Lovecraft, no pueden explicarse a sí mismas, solo actúan. Y cualquier contacto de lo humano con ellas solo produce locura. Lo que les queda a las personas son poderosas imágenes del horror: un bosque de torsos, una cajita de pestañas, unas uñas doradas, una niña fantasma embarazada y desnuda que aparece en los rincones.
Otro aspecto en el cual la novela es muy inteligente es en su estructura formal. Cada capítulo adopta el punto de vista de uno de los personajes de la familia y, a medida que avanzás, las perspectivas individuales de estos personajes nos revelan algunas cosas y nos ocultan otras, y van completando una imagen general de aquello más amplio que los une a todos. La magia, la orden, la muerte. Asimismo, es a través de estos capítulos que conocemos a los miembros de esta familia, que son complejos y un toque desagradables, en particular los hombres. Este creo yo es otro de los aciertos de la novela: la construcción de personajess que no revisten un enorme grado de simpatía, pero que sin embargo son fascinantes. Sujetos rotos, darks, deprimidos, huraños. En particular me enamoré bastante del padre, Juan, que combina un amor muy retorcido con un resentimiento gigantesco y comprensible.
Estos personajes han sido moldeados por la obsesión familiar con este ser salvaje, pero también por la historia argentina. La historia de nuestro país está en el libro de forma omnipresente. El momento de fundación de la frontera agrícola en el siglo XIX, el modelo agroexportador, una somera aparición del peronismo, la posibilidad cosmopolita de cierto sector social para experimentar en carne propia las modernizaciones culturales y sociales de los años 1960s, la dictadura como complicidad para el horror cósmico, la recuperación democrática con sus esperanzas y sus decepciones y la desarticulación social y personal de los años del menemismo. Si bien la interpretación histórica es bastante estándar, lo que logra Enríquez que es muy bueno (y es lo mínimo que se le puede pedir a una buena novela) es conectar estos eventos a la vida de los personajes y dejarlos como telón de fondo. No le interesa convertir ninguno de ellos en metáforas de algo del orden de lo esotérico, sino insertar a sus personajes en estas corrientes del tiempo que les tocó vivir. Y, además, escribe una descripción muy hermosa de como es ganar un mundial:
Gaspar no vio lo que pasó después. Saltó y se abrazó con Pablo y con todos y los seis minutos que quedaban, sabía, iban a ser peleados, pero inútiles para Alemania; eran campeones y era como volar, como si no existiese nada más que ese momento, un momento que era para siempre y que era alegre y tristísimo porque no podía durar. Había que salir a la calle, no se podía estar solo. Las calles estaban llenas de bocinas y muñecos enrulados del 10 y banderas y papelitos mire mire qué locura mire mire que emoción cantaba la gente, algunos sacaron el teléfono a la calle para que sus familiares que vivían en otros países escuchasen los gritos, las borracheras, y lloraban desde allá, desde Canadá y Estados Unidos y Brasil y México y España y Francia, exiliados por la dictadura, trabajando lejos porque en Argentina nunca había trabajo, algunos habían visto el partido en bares, otros lo habían escuchado por radio, todos querían volver para estar ahí, incluso en algunas provincias donde llovía y festejaban empapados, las camisetas pegadas al cuerpo. En el parque sacaron parlantes a la calle y hubo baile y choripanes y vino, la casa de empanadas cocinó para la gente y terminaron todos tirados entre el paso a la noche, hartos de llorar y de comer y de gritar, afónicos, vestidos de celeste y blanco de la cabeza a los pies.
Creo que algo de ese empleo virtuoso de la historia y el espacio que hace Enríquez también se expresa en la elección de Misiones como territorio originario de la familia, como emplazamiento del mal, pero también de la tradición y de las costumbres populares. No hay tantos libros de literatura argentina que sucedan en el Litoral, y en ese espacio la autora encuentra un locus que se vincula con ese gótico sureño del que hablaba más arriba. La pobreza, la precariedad, la religiosidad popular que se torna hacia santos oscuros y siniestros pero cumplidores cuando el Dios católico les da la espalda (es hermosa la presencia de San La Muerte en todo el libro), la humedad que se come las casas, las calles y los pueblos, el calor bochornoso que no deja pensar. Por momentos me hacía pensar en la Louisiana que pinta Alan Moore en Swamp Thing.
Lo cual me recuerda otro tema central que es el manejo de las influencias. Para mí hay dos muy claras: el anarquista barbudo de Northhampton y Stephen King. De Moore toma la fascinación con la magia, la intención de empujar el horror hacia distorsiones corporales y mentales aberrantes, la noción de sociedad secreta como elemento codificado de las relaciones de poder, y algunas imágenes: no puedo dejar de pensar en La Oscuridad como una variación sobre la mano del Mal que aparece al final de American Gothic. De Stephen King adopta la preocupación por el anverso de la normalidad, por lo que se oculta detrás de los suburbios, las casas lindas, las ciudades aparentemente normales; el amor por las pandillas de niños que se meten en lugares donde no debieran; la prolongación temporal que permite ver como los personajes cambian en el tiempo afectados por los fenómenos sobrenaturales. Además, como bien me señaló Lucas Ferrero en Twitter, es una novela que por momentos se lee como una serie de Vertigo de los 90s. Es bastante fácil imaginarla dibujada por Sean Phillips o Bissette y Totleben.
Son influencias no muy usuales en la literatura argentina, lo cual me hace pensar en la operación dentro del campo literario que realiza Enríquez. Porque hay, en el proyecto literario de la autora, una decidida intención: la de reinstaurar como elemento central de la literatura argentina el género de terror y fantástico en sus vertientes más pop y contemporáneas. Es curioso como esta operación fue percibida como una irrupción por parte de muchos comentaristas, incluyéndome. Porque cuando uno piensa en la historia de la literatura argentina, en realidad el fantástico y el terror estuvieron incluidos desde siempre. Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Leopoldo Marechal, Julio Cortázar, Alberto Laiseca, Angelica Gorodischer, Liliana Bodoc. Tocaron estos temas desde autores incorporadísimos al canon, hasta otrxs que durante mucho tiempo se consideraron “rarxs” o “marginales”. ¿Entonces por qué parece iconoclasta? Mi hipótesis: la operación literaria de Enríquez no disputa con la historia de la literatura argentina sino con la historia de la academia que lee a la literatura argentina. Disputa con las Carreras de Letras que prefieren hablar de procedimientos estilísticos o formales, que adoran a Saer por sobre todas las cosas, y que analiza a estos escritores como “sorteando” su contenido temático y sus marcadores genéricos para llegar al diáfano y precioso centro de la “creación literaria”. Frente a eso Enríquez reivindica el componente de placer de un buen susto o un buen monstruo, la capacidad adictiva de los géneros y una escritura “simple” y coloquial pero muy llevadera. Me parece sintomático que muchas de las críticas al libro que leí en redes sociales se centran en que está “mal escrito”, algo que me parece completamente falso. El estilo de Enríquez no es florido ni tiene muchas marcas estilísticas, pero es sumamente efectivo, y es bastante preciso a la hora de captar ciertos modismos e inflexiones muy argentinos. Está puesto al servicio del mundo y de ciertos ambientes y espacios, no al servicio de sí mismo.
Finalmente, me interesa pensar un toque que tiene este libro para decirnos sobre la magia, y que tipo de magia es la que emplea. Fundamentalmente, tiene una idea bastante dark y cautelosa de la magia. Está plagado de referencias a protagonistas y elementos mágicos clásicos: el Tarot, John Dee, William Blake, Austin Osman Spare, Kenneth Grant, La Brujería. Y si bien hay una idea de que las prácticas mágicas más “sencillas” como la adivinación y los signos protectores son, mayoritariamente, inofensivas, también hay una idea de que intentar joder con el tejido de la realidad y con las limitaciones humanas a través de las artes oscuras es simplemente un camino al fracaso, la destrucción y la condenación. La base del sistema mágico que construye Enríquez en su libro es una muy clásica: para conseguir algo hay que dar algo. Y a medida que los pedidos se vuelven más grandes y violentan aún más las leyes naturales, lo que hay que dar es cada vez mayor. Lo que en un momento puede ser una flor, o una comida, o un poco de sangre, se convierte en una persona, una familia entera, un sentido. Entonces, el camino mágico es, necesariamente, un camino de destrucción física y psicológica, en particular cuando está acoplado a la creencia en la sangre y la tortura como elementos necesarios para la consecución de tus objetivos. Hay algo que sobrevuela a todo el libro, y que Enríquez deja sin responder en una ambigüedad maravillosa: ¿Qué hubiese pasado si en vez de torturar y explotar a los médiums y de alimentar a La Oscuridad con cuerpos se hubiese intentado entenderlos y contenerlos? Es una pregunta que no es solo pertinente para la visión de la magia que tiene el libro, sino también para la visión política que encierra.
Y con esto llegamos al final, amigxs. La recomendación musical de la quincena es The Good Trip de Big Soto, un disco de reggaetón de un artista que no tenía mucho en el radar, pero que demostró estar lleno de palos y, también, canciones tristes con alma. Nos vemos en dos semanas. Cuídense mucho y ¡Godspeed!